Absorta se quedó al oír estas palabras la señora de Centeno, así como la Mariuca y la Pepina, y
no les ocurrió sino que a la miserable huérfana abandonada le había salido algún padre rey o
príncipe, como se contaba en los cuentos y romances.
Cuando estuvieron solas Florentina dijo a María:
-Ruégale a Dios de día y de noche que conceda a mi querido primo ese don que nosotros
poseemos y de que él ha carecido. ¡En qué ansiedad tan grande vivimos! Con su vista vendrán
mil felicidades y se remediarán muchos males. Yo he hecho a la Virgen una promesa sagrada:
he prometido que si da la vista a mi primo he de recoger al pobre más pobre que encuentre,
dándole todo lo necesario para que pueda olvidar completamente su pobreza, haciéndole
enteramente igual a mí por las comodidades y el bienestar de la vida. Para esto no basta vestir
a una persona, ni sentarla delante de una mesa donde haya sopa y carne. Es preciso ofrecerle
también aquella limosna que vale más que todos los mendrugos y que todos los trapos
imaginables, y es la consideración, la dignidad, el nombre. Yo daré a mi pobre estas cosas,
infundiéndole el respeto y la estimación de sí mismo. Ya he escogido a mi pobre, María; mi
pobre eres tú. Con todas las voces de mi alma le he dicho a la Santísima Virgen que si devuelve
la vista a mi primo, haré de ti una hermana: serás en mi casa lo mismo que soy yo, serás mi
hermana.
Diciendo esto la Virgen estrechó con amor entre sus brazos la cabeza de la Nela y diole un beso
en la frente.
Es absolutamente imposible describir los sentimientos de la vagabunda en aquella culminante
hora de su vida. Un horror instintivo la alejaba de la casa de Aldeacorba, horror con el cual se
confundía la imagen de la señorita de Penáguilas, como las figuras que se nos presentan en
una pesadilla; y al mismo tiempo sentía nacer en su alma admiración y simpatía considerables
hacia aquella misma persona... A veces creía con pueril inocencia que era la Virgen María en
esencia y presencia. De tal modo comprendía su bondad que creía estar viendo, como el
interior de un hermoso paraíso abierto, el alma de Florentina, llena de pureza, de amor, de
bondades, de pensamientos discretos y consoladores. La Nela tenía la rectitud suficiente para
adoptar y asimilarse al punto la idea de que no podría aborrecer a su improvisada hermana.
¿Cómo aborrecerla, si se sentía impulsada espontáneamente a amarla con todas las energías
de su corazón? La aversión, la repulsión eran como un sedimento que al fin de la lucha debía
quedar en el fondo para descomponerse al cabo y desaparecer, sirviendo sus elementos para
alimentar la admiración y el respeto hacia la misma amiga bienhechora. Pero si desaparecía la
aversión, no así el sentimiento que la había causado, el cual, no pudiendo florecer por sí ni
manifestarse solo, con el exclusivismo avasallador que es condición propia de tales afectos,
prodújole un aplanamiento moral que trajo consigo la más amarga tristeza. En casa de
Centeno observaron que la Nela no comía, que parecía más parada que de costumbre, que
permanecía en silencio y sin movimiento como una estatua larguísimos ratos, que hacía mucho
tiempo que no cantaba de noche ni de día. Su incapacidad para todo había llegado a ser
absoluta, y habiéndola mandado Tanasio por tabaco a la Primera de Socartes, sentose en el
camino y allí se estuvo todo el día.
Una mañana, cuando habían pasado ocho días después de la operación, fue a casa del
ingeniero jefe, y Sofía le dijo:
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