En los siguientes días no pasó nada; mas vino uno en el cual ocurrió un hecho asombroso,
capital, culminante. Teodoro Golfín, aquel artífice sublime en cuyas manos el cuchillo del
cirujano era el cincel del genio, había emprendido la corrección de una delicada hechura de la
Naturaleza. Intrépido y sereno, había entrado con su ciencia y su experiencia en el maravilloso
recinto cuya construcción es compendio y abreviado resumen de la inmensa arquitectura del
Universo. Era preciso hacer frente a los más grandes misterios de la vida, interrogarlos y
explorar las causas que impedían a los ojos de un hombre el conocimiento de la realidad
visible.
Para esto había que trabajar con ánimo resuelto, rompiendo uno de los más delicados
organismos, la córnea; apoderarse del cristalino y echarlo fuera, respetando la hialoides y
tratando con la mayor consideración al humor vítreo; ensanchar por medio de un corte las
dimensiones de la pupila, y examinar por inducción o por medio de la catóptrica el estado de la
cámara posterior.
Pocas palabras siguieron a esta atrevida expedición por el interior de un mundo microscópico,
empresa no menos colosal que la medida de las distancias de los astros en las infinitas
magnitudes del espacio. Mudos y espantados estaban los individuos de la familia que el caso
presenciaban. Cuando se espera la resurrección de un muerto o la creación de un mundo no se
está de otro modo. Pero Golfín no decía nada concreto, sus palabras eran:
-Contractibilidad de la pupila... retina sensible... algo de estado pigmentario... nervios llenos de
vida.
Pero el fenómeno sublime, el hecho, el hecho irrecusable, la visión, ¿dónde estaba?
-A su tiempo se sabrá -dijo Teodoro, empezando la delicada operación del vendaje-. Paciencia.
Y su fisonomía de león no expresaba desaliento ni triunfo; no daba esperanza, ni la quitaba. La
ciencia había hecho todo lo que sabía. Era un simulacro de creación, como otros muchos que
son gloria y orgullo del siglo XIX. En presencia de tanta audacia la Naturaleza, que no permite
sean sorprendidos sus secretos, continuaba muda y reservada.
El paciente fue incomunicado con absoluto rigor. Sólo su padre le asistía. Ninguno de la familia
podía verle.
Iba la Nela a preguntar por el enfermo cuatro o cinco veces; pero no pasaba de la portalada,
aguardando allí hasta que salieran el Sr. D. Manuel, su hija o cualquiera otra persona de la
casa. La señorita, después de darle prolijas noticias y de pintar la ansiedad en que estaba toda
la familia, solía pasear un poco con ella. Un día quiso Florentina que Marianela le enseñara su
casa, y bajaron a la morada de Centeno, cuyo interior causó no poco disgusto y repugnancia a
la señorita, mayormente cuando vio las cestas que a la huérfana servían de cama.
-Pronto ha de venir la Nela a vivir conmigo -dijo Florentina, saliendo a toda prisa de aquella
caverna-, y entonces tendrá una cama como la mía y vestirá y comerá lo mismo que yo.
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