El perro entró primero olfateando la negra cavidad. Siguiole el ciego con la impavidez de quien
vive en perpetuas tinieblas. Teodoro fue detrás, no sin experimentar cierta repugnancia
instintiva hacia la importuna excursión bajo la tierra.
-Es pasmoso -dijo- que usted entre y salga por aquí sin tropiezo.
-Me he criado en estos sitios y los conozco como mi propia casa. Aquí se siente frío; abríguese
usted si tiene con qué. No tardaremos mucho en salir.
Iba palpando con su mano derecha la pared, formada de vigas perpendiculares. Después dijo:
-Cuide usted de no tropezar en los carriles que hay en el suelo. Por aquí se arrastra el mineral
de las pertenencias de arriba. ¿Tiene usted frío?
-Diga usted, buen amigo -interrogó el doctor festivamente-. ¿Está usted seguro de que no nos
ha tragado la tierra? Este pasadizo es un esófago. Somos pobres bichos que hemos caído en el
estómago de un gran insectívoro. ¿Y usted, joven, se pasea mucho por estas amenidades?
-Mucho paseo por aquí a todas horas, y me agrada extraordinariamente. Ya hemos entrado en
la parte más seca. Esto es arena pura... Ahora vuelve la piedra... Aquí hay filtraciones de agua
sulfurosa; por aquí una capa de tierra, en que se encuentran conchitas de piedra... También
hay capas de pizarra: esto llaman esquistos... ¿Oye usted cómo canta el sapo? Ya estamos
cerca de la boca. Allí se pone ese holgazán todas las noches. Le conozco; tiene una voz ronca y
pausada.
-¿Quién, el sapo?
-Sí, señor. Ya nos acercamos al fin.
-En efecto; allá veo como un ojo que nos mira. Es la claridad de la boca.
Cuando salieron, el primer accidente que hirió los sentidos del doctor, fue el canto melancólico
que había oído antes. Oyolo también el ciego; volviose bruscamente y dijo sonriendo con
placer y orgullo:
-¿La oye usted?
-Antes oí esa voz y me agradó sobremanera. ¿Quién es la que canta?...
En vez de contestar, el ciego se detuvo, y dando al viento la voz con toda la fuerza de sus
pulmones, gritó:
-¡Nela!... ¡Nela!
Ecos sonorosos, próximos los unos, lejanos otros, repitieron aquel nombre.
El ciego, poniéndose las manos en la boca en forma de bocina, gritó:
-No vengas, que voy allá. ¡Espérame en la herrería... en la herrería!
Después, volviéndose al doctor, le dijo:
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