Estaba la señorita de pueblo muy gozosa en medio de las risueñas praderas sin la enojosa
traba de las pragmáticas sociales de su señor padre, y así, en cuanto se vio a regular distancia
de la casa, empezó a correr alegremente y a suspenderse de las ramas de los árboles que a su
alcance estaban, para balancearse ligeramente en ellas. Tocaba con las yemas de sus dedos las
moras silvestres, y cuando las hallaba maduras cogía tres, una para cada boca.
-Esta para ti, primito -decía poniéndosela en la boca- y esta para ti, Nela. Dejaré para mí la más
chica.
Al ver cruzar los pájaros a su lado no podía resistir movimientos semejantes a una graciosa
pretensión de volar, y decía: «¿A dónde irán ahora esos bribones?» De todos los robles cogía
una rama y abriendo la bellota para ver lo que había dentro, la mordía, y al sentir su amargor,
arrojábala lejos. Un botánico atacado del delirio de las clasificaciones no hubiera coleccionado
con tanto afán como ella todas las flores bonitas que le salían al paso, dándole la bienvenida
desde el suelo con sus carillas de fiesta. Con lo recolectado en media hora adornó todos los
ojales de la americana de su primo, los cabellos de la Nela, y por último, sus propios cabellos.
-A la primita -dijo Pablo- le gustará ver las minas. Nela, ¿no te parece que bajemos?
-Sí, bajemos... Por aquí, señorita.
-Pero no me hagan pasar por túneles, que me da mucho miedo. Eso sí que no lo consiento -dijo
Florentina, siguiéndoles-. Primo, ¿tú y la Nela paseáis mucho por aquí?... Esto es precioso. Aquí
viviría yo toda mi vida... ¡Bendito sea el hombre que te va a dar la facultad de gozar de todas
estas preciosidades!
-¡Dios lo quiera! Mucho más hermosas me parecerán a mí, que jamás las he visto, que a
vosotras que estáis saciadas de verlas... No creas tú, Florentina, que yo no comprendo las
bellezas; las siento en mí de tal modo, que casi, casi suplo con mi pensamiento la falta de la
vista.
-Eso sí que es admirable... Por más que digas -replicó Florentina- siempre te resultarán algunos
buenos chascos cuando abras los ojos.
-Podrá ser -dijo el ciego, que aquel día estaba muy lacónico.
La Nela no estaba lacónica sino muda.
Cuando se acercaron a la concavidad de la Terrible, Florentina admiró el espectáculo
sorprendente que ofrecían las rocas cretáceas, subsistentes en medio del terreno después de
arrancado el mineral. Comparolo a grandes grupos de bollos, pegados unos a otros por el
azúcar; después de mirarlo mucho por segunda vez, comparolo a una gran escultura de perros
y gatos que se habían quedado convertidos en piedra en el momento más crítico de una
encarnizada reyerta.
-Sentémonos en esta ladera -dijo- y veremos pasar los trenes con mineral, y además veremos
esto que es muy curioso. Aquella piedra grande que está en medio tiene su gran boca, ¿no la
ves, Nela?, y en la boca tiene un palillo de dientes; es una planta que se ha nacido sola. Parece
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