Murillo. Aquella que a la Nela se apareció era según el modo Rafaelesco, que es el más
sobresaliente de todos, si se atiende a que la perfección de la belleza humana se acerca más
que ningún otro recurso artístico a la expresión de la divinidad. El óvalo de su cara era menos
angosto que el del tipo sevillano, ofreciendo la graciosa redondez del tipo itálico. Sus ojos de
admirables proporciones, eran la misma serenidad unida a la gracia, a la armonía, con un mirar
tan distinto de la frialdad como del extremado relampagueo de los ojos andaluces. Sus cejas
eran delicada hechura del más fino pincel y trazaban un arco sutil y delicioso. En su frente no
se concebían el ceño del enfado ni las sombras de la tristeza, y sus labios un poco gruesos,
dejaban ver al sonreír los más preciosos dientes que han mordido manzana del Paraíso. Sin
querer hemos ido a parar a nuestra madre Eva, cuando tan lejos está la que dio el triunfo a la
serpiente de la que aplastó su cabeza; pero la consideración de las distintas maneras de la
belleza humana conduce a estos y a otros más lamentables contrasentidos. Para concluir el
imperfecto retrato de aquella visión divina que dejó desconcertada y como muerta a la pobre
Nela, diremos que su tez era de ese color de rosa tostado, o más bien moreno encendido que
forma como un rubor delicioso en el rostro de aquellas divinas imágenes, ante las cuales se
extasían lo mismo los siglos devotos que los impíos.
Pasado el primer instante de estupor, lo que primero fue observado por Marianela, causándole
gran confusión, fue que la bella Virgen tenía una corbata azul en su garganta, adorno que ella
no había visto jamás en las Vírgenes soñadas ni en las pintadas. Inmediatamente observó
también que los hombros y el pecho de la divina mujer se cubrían con un vestido, en el cual
todo era semejante a los que usan las mujeres del día. Pero lo que más turbó y desconcertó a
la pobre muchacha fue ver que la gentil imagen estaba cogiendo moras de zarza... y
comiéndoselas.
Empezaba a hacer los juicios a que daba ocasión esta extraña conducta de la Virgen, cuando
oyó una voz varonil y chillona que decía:
-¡Florentina, Florentina!
-Aquí estoy, papá; aquí estoy comiendo moras silvestres.
-¡Dale!... ¿Y qué gusto le encuentras a las moras silvestres?... ¡Caprichosa!... ¿no te he dicho
que eso es más propio de los chicuelos holgazanes del campo que de una señorita criada en la
buena sociedad?... criada en la buena sociedad?
La Nela vio acercarse con grave paso al que esto decía. Era un hombre de edad madura,
mediano de cuerpo, algo rechoncho, de cara arrebolada y que parecía echar de sí rayos de
satisfacción como el sol los echa de luz; pequeño de piernas, un poco largo de nariz, y
magnificado con varios objetos decorativos, entre los cuales descollaba una gran cadena de
reloj y un fino sombrero de fieltro de alas anchas.
-Vamos, mujer -dijo cariñosamente el señor D. Manuel Penáguilas, pues no era otro-, las
personas decentes no comen moras silvestres ni dan esos brincos. ¿Ves?, te has estropeado el
vestido... no lo digo por el vestido, que así como se te compró ese, se te comprará otro...
dígolo porque la gente que te vea podrá creer que no tienes más ropa que la puesta.
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