-Aquí tienes, querida Sofía -dijo Teodoro- un hombre que sirve para todo. Este es el resultado
de nuestra educación, ¿verdad, Carlos? Como no hemos sido criados con mimos; como desde
nuestra más tierna infancia nos acostumbramos a la idea de que no había nadie inferior a
nosotros... Los hombres que se forman solos, como nosotros nos formamos; los que, sin ayuda
de nadie, ni más amparo que su voluntad y noble ambición, han logrado salir triunfantes en la
lucha por la existencia... sí ¡demonio!, estos son los únicos que saben cómo se ha de tratar a
un menesteroso. No te cuento diversos hechos de mi vida, atañederos a esto del prójimo
como a ti mismo, por no caer en el feo pecado de la propia alabanza y por temor de causar
envidia a tus rifas y a tus bailoteos filantrópicos. Quédese esto aquí.
-Cuéntalos, cuéntalos otra vez, Teodoro.
-No, no... todo eso debe callarse; así lo manda la modestia. Confieso que no poseo en alto
grado esta virtud preciosa; yo no carezco de vanidades, y entre ellas tengo la vanidad de haber
sido mendigo, de haber pedido limosna de puerta en puerta, de haber andado descalzo con mi
hermanito Carlos y dormir con él en los huecos de las puertas, sin amparo, sin abrigo, sin
familia. Yo no sé qué extraordinario rayo de energía y de voluntad vibró dentro de mí. Tuve
una inspiración. Comprendí que delante de nuestros pasos se abrían dos sendas: la del
presidio, la de la gloria. Cargué en mis hombros a mi pobre hermanito, lo mismo que hoy cargo
a la Nela, y dije: «Padre nuestro que estás en los cielos, sálvanos»... Ello es que nos salvamos.
Yo aprendí a leer y enseñé a leer a mi hermano. Yo serví a diversos amos, que me daban de
comer y me permitían ir a la escuela. Yo guardaba mis propinas; yo compré una hucha... Yo
reuní para comprar libros... Yo no sé cómo entré en los Escolapios; pero ello es que entré,
mientras mi hermano se ganaba su pan haciendo recados en una tienda de ultramarinos...
-¡Qué cosas tienes! -exclamó Sofía muy desazonada, porque no gustaba de oír aquel tema-. Y
yo me pregunto: ¿a qué viene el recordar tales niñerías? Además, tú las exageras mucho.
-No exagero nada -dijo Teodoro, con brío-. Señora, oiga usted y calle... Voy a poner cátedra de
esto... Oíganme todos los pobres, todos los desamparados, todos los niños perdidos... Yo entré
en los Escolapios como Dios quiso; yo aprendí como Dios quiso... Un bendito padre diome
buenos consejos y me ayudó con sus limosnas... Sentí afición a la medicina... ¿Cómo estudiarla
sin dejar de trabajar para comer? ¡Problema terrible!... Querido Carlos, ¿te acuerdas de
cuando entramos los dos a pedir trabajo en una barbería de la antigua calle de Cofreros?...
Nunca habíamos cogido una navaja en la mano; pero era preciso ganarse el pan afeitando... Al
principio ayudábamos... ¿te acuerdas, Carlos?... Después empuñamos aquellos nobles
instrumentos... La flebotomía fue nuestra salvación. Yo empecé a estudiar la anatomía.
¡Ciencia admirable, divina! Tanto era el trabajo escolástico, que tuve que abandonar la
barbería de aquel famoso maestro Cayetano... El día en que me despedí, él lloraba... Diome
dos duros y su mujer me obsequió con unos pantalones viejos de su esposo... Entré a