Su hermano Carlos era un bendito, hombre muy pacífico, estudioso, esclavo de su deber,
apasionado por la mineralogía y la metalurgia hasta poner a estas dos mancebas cien codos
más altas que su mujer. Por lo demás, ambos cónyuges vivían en conformidad completa, o
como decía Teodoro, en estado isomórfico, porque cristalizaban en un mismo sistema. En
cuanto a él, siempre que se hablaba de matrimonio, decía riendo:
-El matrimonio sería para mí una Epigenesis o cristal pseudomórfico; es decir, un sistema de
cristalización que no me corresponde.
Sofía era una excelente señora de regular belleza, cada día reducida a menor expresión, por
una tendencia lamentable a la obesidad. Le habían dicho que la atmósfera de carbón de piedra
enflaquecía, y por eso había ido a vivir a las minas, con propósito de pasar en ellas todo el año.
Por lo demás, aquella atmósfera saturada de polvo de calamina y de humo causábale no poco
disgusto. No tenía hijos vivos, y su principal ocupación consistía en tocar el piano y en
organizar asociaciones benéficas de señoras para socorros domiciliarios y sostenimiento de
hospitales y escuelas. En Madrid, y durante buena porción de años, su actividad había hecho
prodigios, ofreciendo ejemplos dignos de imitación a todas las almas aficionadas a la caridad.
Ella, ayudada de dos o tres señoras de alto linaje, igualmente amantes del prójimo, había
logrado celebrar más de veinte funciones dramáticas, otros tantos bailes de máscaras, seis
corridas de toros y dos de gallos, todo en beneficio de los pobres.
En el número de sus vehemencias, que solían ser pasajeras, contábase una que quizás no sea
tan recomendable como aquella de socorrer a los menesterosos, y consistía en rodearse de
perros y gatos, poniendo en estos animales un afecto que al mismo amor se parecía.
Últimamente, y cuando residía en el establecimiento de Socartes, tenía un toy terrier que por
encargo le había traído de Inglaterra Ulises Bull, jefe del taller de maquinaria. Era un galguito
fino y elegante, delicado y mimoso como un niño. Se llamaba Lili, y había costado en Londres
doscientos duros.
Los Golfines paseaban en los días buenos; en los malos tocaban el piano o cantaban, pues Sofía
tenía cierto chillido que podía pasar por canto en Socartes. El ingeniero segundo tenía voz de
bajo profundo, Teodoro también era bajo profundo, Carlos allá se iba; de modo que armaban
una especie de coro de sacerdotes, en el cual descollaba la voz de Sofía como una sacerdotisa
a quien van a llevar al sacrificio. Todas las piezas que se cantaban eran, o si no lo eran lo
parecían, de sacerdotes sacrificadores y sacerdotisa sacrificada.
En los días de paseo solían merendar en el campo. Una tarde (a últimos de Setiembre y seis
días después de la llegada de Teodoro a las minas) volvían de su excursión en el orden
siguiente: Lili, Sofía, Teodoro, Carlos. La estrechez del sendero no les permitía caminar de dos
en dos. Lili llevaba su manta o gabancito azul con las iniciales de su ama. Sofía apoyaba en su
hombro el palo de la sombrilla, y Teodoro llevaba en la misma postura su bastón, con el
sombrero en la punta. Gustaba mucho de pasear con la deforme cabeza al aire. Pasaban al
borde de la Trascava, cuando Lili, desviándose del sendero con la elástica ligereza de sus
patillas como alambres, echó a correr césped abajo por la vertiente del embudo. Primero
corría, después resbalaba. Sofía dio un grito de terror. Su primer movimiento, dictado por un
afecto que parecía materno, fue correr detrás del animal, tan cercano al peligro; pero su
esposo la contuvo, diciendo:
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