Teodoro Golfín no se aburría en Socartes. El primer día después de su llegada pasó largas horas
en el laboratorio con su hermano, y en los siguientes recorrió de un cabo a otro las minas,
examinando y admirando las distintas cosas que allí había, que ya pasmaban por la grandeza
de las fuerzas naturales, ya por el poder y brío del arte de los hombres. Por las noches, cuando
todo callaba en el industrioso Socartes, quedando sólo en actividad los bullidores hornos, el
buen doctor que era muy entusiasta músico, se deleitaba oyendo tocar el piano a su cuñada
Sofía, esposa de Carlos Golfín y madre de varios chiquillos que se habían muerto.
Los dos hermanos se profesaban el más vivo cariño. Nacidos en la clase más humilde, habían
luchado solos en edad temprana por salir de la ignorancia y de la pobreza, viéndose a punto de
sucumbir diferentes veces; mas tanto pudo en ellos el impulso de una voluntad heroica, que al
fin llegaron jadeantes a la ansiada orilla, dejando atrás las turbias olas en que se agita en
constante estado de naufragio el grosero vulgo.
Teodoro, que era el mayor, fue médico antes que Carlos ingeniero. Ayudó a éste con todas sus
fuerzas mientras el joven lo necesitara, y cuando le vio en camino, tomó el que anhelaba su
corazón aventurero, yéndose a América. Allá trabajó juntamente con otros afamados médicos
europeos, adquiriendo bien pronto fama y dinero. Hizo un viaje a España, tornó al Nuevo
Mundo, vino más tarde para regresar al poco tiempo. En cada una de estas excursiones daba la
vuelta a Europa para apropiarse los progresos de la ciencia oftálmica que cultivaba.
Era un hombre de facciones bastas, moreno, de fisonomía tan inteligente como sensual, labios
gruesos, pelo negro y erizado, mirar centelleante, naturaleza inca