-Pues yo digo que iremos a donde tú quieras -observó el ciego-. Me gusta obedecerte. Si te
parece bien, iremos al bosque que está más allá de Saldeoro. Esto, si te parece bien.
-Bueno, bueno, iremos al bosque -exclamó la Nela, batiendo palmas-. Pero como no hay prisa,
nos sentaremos cuando estemos cansados.
-Y que no es poco agradable aquel sitio donde está la fuente ¿sabes, Nela?, y donde hay unos
troncos muy grandes, que parecen puestos allí para que nos sentemos nosotros, y donde se
oyen cantar tantos, tantísimos pájaros, que es aquello la gloria.
-Pasaremos por donde está el molino de quien tú dices que habla, mascullando las palabras
como un borracho. ¡Ay, qué hermoso día y qué contenta estoy!
-¿Brilla mucho el sol, Nela? Aunque me digas que sí, no lo entenderé, porque no sé lo que es
brillar.
-Brilla mucho, sí, señorito mío. Y a ti ¿qué te importa eso? El sol es muy feo. No se le puede
mirar a la cara.
-¿Por qué?
-Por que duele.
-¿Qué duele?
-La vista. ¿Qué sientes tú cuando estás alegre?
-¿Cuándo estoy libre, contigo, solos los dos en el campo?
-Sí.
-Pues siento que me nace dentro del pecho una frescura, una suavidad dulce...
-¡Ahí te quiero ver! ¡Madre de Dios! Pues ya sabes cómo brilla el sol.
-Con frescura.
-No, tonto.
-¿Pues con qué?
-Con eso.
-Con eso; ¿y qué es eso?
-Eso -afirmó nuevamente la Nela, con acento de la más firme convicción.
-Ya veo que esas cosas no se pueden explicar. Antes me formaba yo idea del día y de la noche.
¿Cómo? Verás: era de día, cuando hablaba la gente; era de noche, cuando la gente callaba y
cantaban los gallos. Ahora no hago las mismas comparaciones. Es de día, cuando estamos
juntos tú y yo; es de noche, cuando nos separamos.
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