También afuera las mulas habían sido enganchadas a los largos trenes de vagonetes. Veíaselas
pasar arrastrando tierra inútil para verterla en los taludes, o mineral para conducirlo al
lavadero. Cruzábanse unos con otros aquellos largos reptiles, sin chocar nunca. Entraban por la
boca de las galerías, siendo entonces perfecta su semejanza con los resbaladizos habitantes de
las húmedas grietas, y cuando en las oscuridades del túnel relinchaba la indócil mula, creeríase
que los saurios disputaban chillando. Allá en lo último, en las más remotas cañadas,
centenares de hombres golpeaban con picos la tierra para arrancarle, pedazo a pedazo, su
tesoro. Eran los escultores de aquellas caprichosas e ingentes figuras que permanecían en pie,
atentas, con gravedad silenciosa, a la invasión del hombre en las misteriosas esferas
geológicas. Los mineros derrumbaban aquí, horadaban allá, cavaban más lejos, rasguñaban en
otra parte, rompían la roca cretácea, desbarataban las graciosas láminas de pizarra samnita y
esquistosa, despreciaban la caliza arcillosa, apartaban la limonita y el oligisto, destrozaban la
preciosa dolomía, revolviendo incesantemente hasta dar con el silicato de zinc, esa plata de
Europa, que, no por ser la materia de que se hacen las cacerolas, deja de ser grandiosa fuente
de bienestar y civilización. Sobre ella ha alzado Bergia el estandarte de su grandeza moral y
política. ¡Oh! La hojalata tiene también su epopeya.
El cielo estaba despejado; el sol derramaba libremente sus rayos, y la vasta pertenencia de
Socartes resplandecía con súbito tono rojo. Rojas eran las peñas esculturales, rojo el mineral
precioso, roja la tierra inútil acumulada en los largos taludes, semejantes a babilónicas
murallas; rojo el suelo, rojos los carriles y los vagones, roja toda la maquinaria, roja el agua,
rojos los hombres y las mujeres que trabajaban en toda la extensión de Socartes. El color
subido de ladrillo era uniforme, con ligeros cambiantes, y general en todo; en la tierra y las
casas, en el hierro y en los vestidos. Las mujeres ocupadas en lavar parecían una pléyade de
equívocas ninfas de barro ferruginoso crudo. Por la cañada abajo, en dirección al río, corría un
arroyo de agua encarnada. Creeríase que era el sudor de aquel gran trabajo de hombres y
máquinas, del hierro y de los músculos.
La Nela salió de su casa. También ella, a pesar de no trabajar en las minas, estaba teñida
ligeramente de rojo, porque el polvo de la tierra calaminífera no perdona a nadie. Llevaba en
la mano un mendrugo de pan que le había dado la Señana para desayunarse, y, comiéndoselo,
marchaba aprisa, sin distraerse con nada, formal y meditabunda. No tardó en pasar más allá
de los edificios, y después de subir el plano inclinado, subió la escalera labrada en la tierra,
hasta llegar a las casas de la barriada de Aldeacorba. La primera que se encontraba era una
primorosa vivienda infanzona, grande, sólida, alegre, restaurada y pintada recientemente, con
cortafuegos de piedra, aleros labrados y ancho escudo circundado de follaje granítico. Antes
faltara en ella el escudo que la parra, cuyos sarmientos cargados de hoja parecían un bigote
que aquella tenía en el lugar correspondiente de su cara, siendo las dos ventanas los ojos, el
escudo la nariz y el largo balcón la boca, siempre riendo. Para que la personificación fuera
completa, salía del balcón una viga destinada a sujetar la cuerda de tender ropa, y con tal
accesorio la casa con rostro estaba fumándose un cigarro puro. Su tejado era en figura de
gorra de cuartel y tenía una ventana de bohardilla que parecía una borla. La chimenea no
podía ser más que una oreja. No era preciso ser fisonomista para comprender que aquella casa
respiraba paz, bienestar y una conciencia tranquila.
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