El humo de los hornos que durante toda la noche velaban respirando con bronco resoplido se
plateó vagamente en sus espirales más remotas; apareció risueña claridad por los lejanos
términos y detrás de los montes, y poco a poco fueron saliendo sucesivamente de la sombra
los cerros que rodean a Socartes, los inmensos taludes de tierra rojiza, los negros edificios. La
campana del establecimiento gritó con aguda voz: «Al trabajo», y cien y cien hombres
soñolientos salieron de las casas, cabañas, chozas y agujeros. Rechinaban los goznes de las
puertas; de las cuadras salían pausadamente las mulas, dirigiéndose solas al abrevadero, y el
establecimiento, que poco antes semejaba una mansión fúnebre alumbrada por la claridad
infernal de los hornos, se animaba moviendo sus miles de brazos.
El vapor principió a zumbar en las calderas del gran automóvil, que hacía funcionar a un
tiempo los aparatos de los talleres y el aparato de lavado. El agua, que tan principal papel
desempeñaba en esta operación, comenzó a correr por las altas cañerías, de donde debía
saltar sobre los cilindros. Risotadas de mujeres y ladridos de hombres que venían de tomar la
mañana, precedieron a la faena; y al fin empezaron a girar las cribas cilíndricas con infernal
chillido; el agua corría de una en otra, pulverizándose, y la tierra sucia se atormentaba con
vertiginoso voltear, rodando y cayendo de rueda en rueda, hasta convertirse en fino polvo
achocolatado. Sonaba aquello como mil mandíbulas de dientes flojos que mascaran arena;
parecía molino por el movimiento mareante; kaleidoscopio, por los juegos de la luz, del agua y
de la tierra; enorme sonajero, de innúmeros cachivaches compuesto, por el ruido. No se podía
fijar la atención, sin sentir vértigo, en aquel voltear incesante de una infinita madeja de hilos
de agua, ora claros y transparentes, ora teñidos de rojo por la arcilla ferruginosa; ni cabeza
humana que no estuviera hecha a tal espectáculo, podría presenciar el feroz combate de mil
ruedas dentadas que sin cesar se mordían unas a otras, y de ganchos que se cruzaban
royéndose, y de tornillos que, al girar, clamaban con lastimero quejido pidiendo aceite.
El lavado estaba al aire libre. Las correas de transmisión venían zumbando desde el
departamento de la máquina. Otras correas se pusieron en movimiento, y entonces oyose un
estampido rítmico, un horrísono compás, a la manera de gigantescos pasos o de un violento
latido interior de la madre tierra. Era el gran martillo-pilón del taller, que había empezado a
funcionar. Su formidable golpe machacaba el hierro como blanda pasta, y esas formas de
ruedas, ejes y raíles, que nos parecen eternas por lo duras, empezaban a desfigurarse,
torciéndose y haciendo muecas, como rostros afligidos. El martillo, dando porrazos uniformes,
creaba formas nuevas tan duras como las geológicas, que son obra laboriosa de los siglos. Se
parecen mucho, sí, las obras de la fuerza a las de la paciencia.
Hombres negros, que parecían el carbón humanado, se reunían en torno a los objetos de
fuego que salían de las fraguas, y cogiéndolos con aquella prolongación incandescente de los
dedos a quien llaman tenazas, los trabajaban. ¡Extraña escultura la que tiene por genio al
fuego y por cincel al martillo! Las ruedas y ejes de los millares de vagonetes, las piezas
estropeadas del aparato de lavado, recibían allí compostura y eran construidos los picos,
azadas y carretillas. En el fondo del taller las sierras hacían chillar la madera, y aquel mismo
hierro, educado en el trabajo por el fuego, destrozaba las generosas fibras del árbol arrancado
a la tierra.
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