-Sí, señor. D. Carlos tiene un hermano médico que cura los ojos, y, según dicen, da vista a los
ciegos, arregla a los tuertos y les endereza los ojos a los bizcos.
-¡Qué hombre más hábil!
-Sí, señor; y como ahora el médico anunció a su hermano que iba a venir, su hermano le
escribió diciéndole que trajera las herramientas para ver si le podía dar vista a Pablo.
-¿Y ha venido ya ese buen hombre?
-No, señor: como anda siempre allá por las Américas y las Inglaterras, parece que tardará en
venir. Pero Pablo se ríe de esto y dice que no le dará ese hombre lo que la Virgen Santísima le
negó desde el nacer.
-Quizás tenga razón... Pero dime, ¿estamos ya cerca?... porque veo chimeneas que arrojan un
humo más negro que el del infierno, y veo también una claridad que parece de fragua.
-Sí, señor, ya llegamos. Aquellos son los hornos de la calcinación, que arden día y noche. Aquí
enfrente están las máquinas de lavado, que no trabajan sino de día; a mano derecha está el
taller de composturas y allá abajo, a lo último de todo, las oficinas.
En efecto; el lugar aparecía a los ojos de Golfín como lo describía Marianela. Esparciéndose el
humo por falta de aire, envolvía en una como gasa oscura y sucia todos los edificios, cuyas
masas negras señalábanse confusa y fantásticamente sobre el cielo iluminado por la luna.
-Más hermoso es esto para verlo una vez que para vivir aquí -indicó Golfín apresurando el
paso-. La nube de humo lo envuelve todo, y las luces forman un disco borroso, como el de la
luna en noches de bochorno. ¿En dónde están las oficinas?
-Allá: ya pronto llegamos.
Después de pasar por delante de los hornos, cuyo calor obligole a apretar el paso, el doctor vio
un edificio tan negro y ahumado como todos los demás. Verlo y sentir los gratos sonidos de un
piano teclado con verdadero frenesí musical, fue todo uno.
-Música tenemos. Conozco las manos de mi cuñada.
-Es la señorita Sofía, que toca -afirmó María.
Claridad de alegres habitaciones lucía en los huecos, y el balcón principal estaba abierto.
Veíase en él una pequeña ascua: era la lumbre de un cigarro. Antes que el doctor llegase,
aquella ascua cayó, describiendo una perpendicular y dividiéndose en menudas y saltonas
chispas; era que el fumador había arrojado la colilla.
-Allí está el fumador sempiterno -gritó el doctor con acento del más vivo cariño-. ¡Carlos,
Carlos!
-¡Teodoro! -contestó una voz en el balcón.
Calló el piano, como un ave cantora que se asusta del ruido. Sonaron pasos en la casa. El
doctor dio una moneda de plata a su guía y corrió hacia la puerta.
19