Al decir esto, María se quedó lívida; alargó su cuello, sus ojos se desencajaron. Su oído
prestaba atención a un rumor terrible. Había sentido pasos.
-¡Viene! -exclamó Golfín, participando del terror de su enferma.
-Es él -dijo Florentina, apartándose del sofá y corriendo hacia la puerta.
Era él. Pablo había empujado la puerta y entraba despacio, marchando en dirección recta, por
la costumbre adquirida durante su larga ceguera. Venía riendo, y sus ojos, libres de la venda
que él mismo se había levantado, miraban hacia adelante. No habiéndose familiarizado aún
con los movimientos de rotación del ojo, apenas percibía las imágenes laterales. Podría decirse
de él, como de muchos que nunca fueron ciegos de los ojos, que sólo veía lo que tenía delante.
-Primita -dijo avanzando hacia ella-. ¿Cómo no has ido a verme hoy?, yo vengo a buscarte. Tu
papá me ha dicho que estás haciendo trajes para los pobres. Por eso te perdono.
Florentina no supo qué contestar. Estaba contrariada. Pablo no había visto al doctor ni a la
Nela. Florentina para alejarle del sofá, se había dirigió hacia el balcón, y recogiendo algunos
trozos de tela, se había sentado en ademán de ponerse a trabajar. Bañábala la risueña luz del
sol, coloreando espléndidamente su costado izquierdo y dando a su hermosa tez moreno-rosa
el realce más encantador. Brillaba entonces su belleza como personificación hechicera de la
misma luz. Su cabello en desorden, su vestido suelto llevaban al último grado la elegancia
natural de la gentil doncella, cuya actitud casta y noble superaba a las más perfectas
concepciones del arte.
-Primito- dijo contrayendo ligeramente el hermoso entrecejo- D. Teodoro no te ha dado
todavía permiso para quitarte hoy la venda. Eso no está bien.
-Me lo dará después -replicó el mancebo riendo-. No me puede suceder nada. Me encuentro
bien. Y si algo me sucede algo, no me importa. No, no me importa quedarme ciego otra vez
después de haberte visto.
-¡Qué bueno estaría eso!... -dijo Florentina en tono de reprensión.
-Estaba en mi cuarto solo; mi padre había salido, después de hablarme de ti... Tú ya sabes lo
que me ha dicho...
-No, no sé nada -replicó la joven, fijando sus ojos en la costura.
-Pues yo sí lo sé... Mi padre es muy razonable. Nos quiere mucho a los dos... Cuando mi padre
salió, levanteme la venda y miré al campo... Vi el arco iris y me quedé asombrado, mudo de
admiración y de fervor religioso... No sé por qué aquel sublime espectáculo, para mí
desconocido hasta hoy, me dio la idea más perfecta de la armonía del mundo... No sé por qué,
al mirar la perfecta unión de sus colores, pensaba en ti... No sé por qué, viendo el arco iris,
dije: «yo he sentido antes esto en alguna parte...» Me produjo sensación igual a la que sentí al
verte, Florentina de mi alma. El corazón no me cabía en el pecho: yo quería llorar... lloré
mucho y las lágrimas cegaron por un instante mis ojos. Te llamé, no me respondiste... Cuando
mis ojos pudieron ver de nuevo, el arco iris había desaparecido... Salí para buscarte, creí que
estabas en la huerta... bajé, subí, y aquí estoy... Te encuentro tan maravillosamente hermosa
125