-¡Oh! ¡cuán lamentable cosa es no haber visto nunca la bóveda azul del cielo en pleno día! exclamó el doctor con espontaneidad suma-. Dígame usted, ¿este conducto donde las ideas de
usted se desarrollan magníficamente, no se acaba nunca?
-Ya, ya pronto estaremos fuera... ¿Dice usted que la bóveda del cielo...? ¡Ah! Ya me figuro que
será una concavidad armoniosa, a la cual parece que podremos alcanzar con las manos, sin
poder hacerlo realmente.
Al decir esto, salieron; Golfín, respirando con placer y fuerza, como el que acaba de soltar un
gran peso, exclamó mirando al cielo:
-Gracias a Dios que os vuelvo a ver, estrellitas del firmamento. Nunca me habéis parecido más
lindas que en este instante.
-Al pasar -dijo el ciego, alargando su mano que mostraba una piedra- he cogido este pedazo de
caliza cristalizada; ¿sostendrá usted que estos cristalitos que mi tacto halla tan bien cortados,
tan finos, y tan bien pegados los unos a los otros no son una cosa muy bella? Al menos a mí me
lo parece.
Diciéndolo, desmenuzaba los cristales.
-Amigo querido -dijo Golfín con emoción y lástima- es verdaderamente triste que usted no
pueda conocer que ese pedruzco no merece la atención del hombre, mientras esté suspendido
sobre nuestras cabezas el infinito rebaño de maravillosas luces que llenan la bóveda del cielo.
El ciego volvió su rostro hacia arriba, y dijo con profunda tristeza:
-¿Es verdad que existís, estrellas?
-Dios es inmensamente grande y misericordioso -observó Golfín, poniendo su mano sobre el
hombro de su acompañante-. Quién sabe, quién sabe, amigo mío... Se han visto, se ven todos
los días casos muy raros.
Mientras esto decía, le miraba de cerca, tratando de examinar a la escasa claridad de la noche
las pupilas del joven. Fijo y sin mirada, el ciego volvía sonriendo su rostro hacia donde sonaba
la voz del doctor.
-No tengo esperanza -murmuró.
Habían salido a un sitio despejado. La luna, más clara a cada rato, iluminaba praderas
ondulantes y largos taludes, que parecían las escarpas de inmensas fortificaciones. A la
izquierda y a regular altura vio el doctor un grupo de blancas casas en el mismo borde de la
vertiente.
-Aquí a la izquierda -dijo el ciego- está mi casa. Allá arriba... ¿sabe usted? Aquellas tres casas es
lo que queda del lugar de Aldeacorba de Suso: lo demás ha sido expropiado en diversos años
para beneficiar el terreno; todo aquí debajo es calamina. Nuestros padres vivían sobre miles de
millones sin saberlo.
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