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Capítulo 1
Bandera roja
TODO en la sala proclamaba a gritos que yo no pintaba nada allí. Las
escaleras se caían a pedazos; los ruidosos asistentes estaban muy juntos, codo con
codo, en un ambiente que era una mezcla de sudor, sangre y moho. Sus voces se
confundían mientras gritaban números y nombres una y otra vez, y movían los
brazos en el aire, intercambiando dinero y gestos para comunicarse en medio del
estruendo. Me abrí paso entre la multitud, siguiendo de cerca a mi mejor amiga.
—¡Guarda el dinero en la cartera, Abby! —me dijo America.
Su radiante sonrisa relucía incluso en la tenue luz.
—¡Quédate cerca! ¡Esto se pondrá peor cuando empiece todo! —gritó
Shepley a través del ruido.
America le agarró la mano y luego la mía mientras Shepley nos guiaba entre
ese mar de gente.
El repentino balido de un megáfono cortó el aire cargado de humo. El ruido
me sobresaltó y me hizo dar un respingo, buscar de dónde procedía ese toque.
Había un hombre sentado en una silla de madera, con un fajo de dinero en una
mano y el megáfono en la otra. Se llevó el plástico a los labios.
—¡Bienvenidos al baño de sangre! Amigos míos, si andabais buscando un
curso básico de economía…, ¡os habéis equivocado de sitio! Pero, si buscabais el
Círculo, ¡estáis en la meca! Me llamo Adam. Yo pongo las reglas y yo doy el alto.
Las apuestas se acaban cuando los rivales saltan al ruedo. Nada de tocar a los
luchadores, nada de ayudas, no vale cambiar de apuesta, ni invadir el ring. Si la
cagáis y no seguís las reglas, ¡os vais derechitos a la puta calle sin dinero! ¡Eso
también va por vosotras, jovencitas! Así que, chicos, ¡no uséis a vuestras zorritas
para hacer trampas!
Shepley sacudió la cabeza.
—¡Por Dios, Adam! —gritó en medio del estruendo al maestro de
ceremonias, en claro desacuerdo con las palabras que había utilizado aquel.
El corazón me palpitaba en el pecho. Con una rebeca de cachemira color
rosa y unos pendientes de perlas, me sentía como una maestra repipi en las playas
de Normandía. Le prometí a America que podía enfrentarme a todo lo que se nos
viniera encima, pero en plena zona de impacto sentí la necesidad de agarrarme a
su flacucho brazo con las dos manos. Ella no me pondría en peligro, pero el hecho
de estar en un sótano con unos cincuenta tíos universitarios y borrachos, decididos
a derramar sangre y ganar pasta, no me hacía confiar mucho en nuestras
posibilidades de salir incólumes.
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