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madrosa que caracteriza a los
porteños. La falta de escuelas privadas hacía que nuestra secundaria
fuera un espacio democrático, en
donde la hija del presidente municipal podía estar en igualdad de
circunstancias con el hijo del más
humilde artesano o pescador y ser
blanco por igual de las puyas despiadadas de algunos docentes, que
también tenían o adquirían el espíritu chingativo del manzanillense
promedio.
inquietos, y ellos mismos inventaban sus propias correrías, lo que
les otorgaba una enorme popularidad entre el alumnado.
Había, por ejemplo, los choferes a
los que de pronto se les ocurría
no hacer ninguna parada intermedia hasta llegar al Seguro, lo que
generaba protestas, lamentos y
mentadas de madre. Otros iban dirigiendo las porras: “Una porra a
Fulanito” decían, y un coro de chiflidos entonaban las conocidas cinDurante muchos años, la zona en co notas que representan cierto
la que se ubica la secundaria esta- insulto bastante conocido.
ba prácticamente despoblada, muy Sin embargo, las jornadas más mealejada de las áreas urbanizadas. morables que viví a bordo de los
Por ello, era necesario trasladarse camiones escolares fueron aqueen camiones urbanos, con una pe- llas en las que los vehículos se
culiaridad: a las horas de entrada y convertían en escenario de épicas
salida, había corridas exclusivas pa- batallas. Sucede que en la parte
ra estudiantes, lo que hacía que los trasera de la Secundaria había, por
camiones fueran una extensión del alguna circunstancia que descoentorno escolar. Para las personas nozco, un enorme plantío de limode otros tiempos y lugares, este neros. “La
limonera”, como
hecho parece una excentricidad, e nombrábamos a esa área, era una
incluso hay quienes han creído que especie de zona de nadie. Ahí
son puros inventos míos. Puedo solían perderse algunas parejitas
jurar, sin embargo, que es absolu- con el fin de “apretar” en horas de
tamente cierto.
clase, y también era la ruta clanA las dos y media de la tarde, los
camiones se alineaban en una larguísima fila. Una vez que sonaba el
timbre, una estampida de casi mil
adolescentes salía galopando ferozmente de la escuela, tratando
de obtener un asiento en los camiones preferidos. Dichas preferencias no estaban en función del
buen estado de los vehículos, sino
de quién fuera el chofer.Y es que
había conductores muy serios y
formales, que no permitían desmanes a bordo de sus “unidades”, y
manejaban con estricto respeto a
las ordenanzas de tránsito. Pero
había otros que gustaban de participar en las actividades vandálicas
orquestadas por los alumnos más
destina que utilizaban quienes se
hacían la pinta. Algunas compañeras, por flojera de ir al baño, utilizaban la limonera para vestirse
con la ropa de deportes, cosa que
aprovechábamos los precoces voyeuristas para obtener información fidedigna acerca de la
anatomía femenina.
Durante algunos meses del año, la
limonera prodigaba generosamente sus frutos, que eran recolectados unos minutos antes del timbre
de salida por los eternos ociosos,
es decir, los alumnos de los talleres de Mecánica y Cerrajería. Por
supuesto, los limones no eran almacenados con fines alimentarios,
sino bélicos. Con la complicidad
de los choferes, cada vez que un
camión rebasaba a otro se suscitaba un intercambio de limonazos,
que la mayoría de las ocasiones
cobraban víctimas inocentes. Como en las antiguas películas de
guerra, los camiones se iban rebasando mutuamente, hasta que las
municiones se agotaban o se llegaba a la zona urbana.
Cuando los árboles de limón dejaban de dar fruto, aparecía otro temible proyectil: el huizapol. Si bien
tenía menor alcance, sus efectos
podían ser más devastadores, sobre todo cuando se utilizaba a
corta distancia.
Por supuesto, cuando las autoridades escolares se enteraron de estas salvajes prácticas, intentaron
ponerles freno. Pero ni los reportes extraescolares ni las citas a los
padres podían detener la barbarie.
El despido de los choferes desmadrosos hacía que las aguas volvieran a su cauce... hasta que los
nuevos también le entraban al juego.
Afortunadamente, nunca ocurrió
algún percance mayor, a pesar del
riesgo que estas conductas entrañaban. Por supuesto, quienes
abordábamos los camiones beligerantes sabíamos perfectamente a
qué atenernos, por lo que nadie
podía quejarse si recibía un limonazo. Y es que finalmente no era
más que un juego, que terminaba
cuando bajabas del camión y caminabas amistosamente al lado de
quien minutos antes había sido tu
rival. Porque así somos los de
Manzanillo.