respuesta física al comportamiento humano, basado en sus constantes lecturas e inquietudes sobre
la inevitable vinculación o interrelación entre cambio climático- sociedad y educación.
Transcurrieron 15 años luego de la convención de la ONU (que en 1997 dio pie al conocido
Protocolo de Kyoto, según el cual las naciones que lo suscribieron se comprometían a reducir sus
emisiones de gases a la atmósfera, algo que a la fecha no se ha cumplido según los planes
previstos), para que el Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en
inglés) validara con base científica física que las actividades humanas modifican, en gran medida, la
química de la atmósfera y, por tanto, el clima del planeta.
La tesis, bien argumentada, de Rodríguez (2010, p. 32) sobre el origen ético de este problema es
reforzada por el doctor Juan Carlos Sánchez, en el prólogo del libro, al expresar que “el cambio
climático que forma parte de la crisis ambiental generalizada a la que debemos hacer frente, es
esencialmente una crisis de conocimiento que tiene su origen en la desviaciones éticas en la manera
en que se han estado desarrollando y desplegando los conocimientos en la sociedad actual”.
En ese texto Sánchez (2012, p. 5) plantea, como sabemos en cierta medida, que la gran mayoría de
las actividades que desarrollamos en nuestro quehacer diario se traducen en un aporte que
contribuye a sobrecargar la atmósfera de gases que retienen el calor… y evitarlo, es muy difícil
porque el “85% de la energía que se consume a escala mundial proviene de combustibles fósiles”.
Ante ello, entendemos que sustituir ese tipo de ene rgía sería una solución. Pero, se trata de una
solución que pareciera no ser posible a corto plazo. En este punto, mientras se buscar la forma de
cambiar el modelo de obtención de la energía mediante nuevas tecnologías y el consenso de los
gobiernos del mundo para cambiar su funcionamiento tradicional, se plantea una alternativa que
implica la participación ciudadana e individual de todos los que habitamos este plantea: el uso
racional y eficiente de la energía.
Lamentablemente esa salida también tiene sus trabas y el profesor Sánchez (2010, p. 8) las expone
a hacer las siguientes interrogantes: ¿Cuántas de las personas que poseen un automóvil están
dispuestas a cambiarlo por otro más pequeño y eficiente, o a reducir su frecuencia de uso?
¿Cuántas empresas están dispuestas a realizar la inversión de capital necesaria para ser más
eficientes, reducir sus emisiones de gases e internalizar los costos respectivos? ¿Estarían los
consumidores suficientemente conscientes del problema como para aceptar pagar más por los
bienes y servicios producidos con tecnologías y métodos que reducen las emisiones? Y él mismo se
responde: “Obviamente aún no, pues no existe suficiente conciencia y en nuestro país ni siquiera
existe suficiente información pública acerca de este problema”.
La realidad que vivimos apremia una salida y ese camino o alternativa surge desde personalidades
de la academia y no del gobierno debería estar ejecutándose o al menos fomentándose en la
población.
El primer paso radica en entender y aceptar que cada uno de nosotros somos responsables de la
alteración atmosférica. Cada uno de nosotros tiene, sin duda, una cuota de culpabilidad. El cambio
climático es hoy “uno de los focos sobre los que gira la dialéctica científica, social, política y
conómica”, como plantea el ingeniero Agrónomo y especialista en Meteorología Tropical, Rafael
Javier Rodríguez.
Según el profesor Rodríguez (2010, p. 45) “la magnitud de la situación ambiental que supone el
cambio climático, hace preciso elaborar y aplicar programas de educación y sensibilización sobre
este problema y sus consecuencias, así como facilitar el acceso a la información y la participación de
la sociedad en la elaboración de respuestas adecuadas”.