Literatura BDSM La Sumisa Insumisa ( Rosa Peñasco ) | Page 97

cabeza, pero ¿la hazaña no sería digna de inscribirse en el Guinness? Ante la nueva duda, eché mano de un oráculo muy especial: alguno de los archivos sobre BDSM que tanto me escandalizaron en su día y, más concretamente, a las ya recurrentes 55 reglas de oro de una esclava. Sorprendida, observé cómo una de sus cláusulas resolvía de un plumazo todas mis dudas, al tiempo que las iba transformando en nuevas zozobras difíciles de calificar. ¡Muda! El BDSM volvió a dejarme muda: Tus orgasmos serán siempre autorizados y administrados por tu Amo y Señor. No tendrás ninguno sin su permiso, que incluso suplicarás cuando estés siendo usada por él. Si incumples esta regla te expones a un castigo severo. Sin comentarios, me dije. Sin comentarios... Los polvos telefónicos, que, por cierto, se repitieron a diario, sustituyeron a los cibernéticos. Total: que desde que había entrado en el chat hacía entonces alrededor de quince días, entre algunos mensajes privados que brotaban de la sala de Amos y sumisas, los sueños eróticos con Sapiens, el sexo cibernético del Messenger, y ahora el telefónico, estaba follando más que nunca y de formas y maneras tan nuevas, como nuevas me resultaban las posibilidades amatorias del mundo cíber. Pero, eso sí: después de los revolcones telefónicos, Sapiens siempre aprovechaba para agradecer, enternecerse y, de nuevo, ¡volver a ordenar!: —En fin: ¿Estás bien? —Sí, AMO, muy bien. Gracias. —Voy a darte nuevas órdenes por el Messenger para tu p eriodo de doma, pero te aviso: he estado toda la noche pensando en lo que te voy a pedir y no creo que te guste mucho. —No, AMO, latigazos no, por favor... No empieces con el rollo de los azotes. —No, eso no ha llegado todavía. —Gracias: eso que gana mi cuerpo... —Ya te dije una vez que estás equivocada. Algún día entenderás que no lo ha ganado tu cuerpo, sino que tu cuerpo se lo ha perdido. En fin, sigamos: te mando un archivo por Messenger y luego lo comentamos. Yo no quería vivir el rollo de los azotes ni en pintura, pero Sapiens se comportaba respecto a este tema como si me hubiese perdido una fascinante aventura sin igual. ¡Qué locura! De repente, y cuando reflexioné sobre esto, recordé