Literatura BDSM La Atadura ( Vanessa Duriés ) | Page 4

4 A los nueve años, yo era una chiquilla bastante traviesa. El pelo ya se me había oscurecido y tenía perfil de musaraña. No me encontraba especialmente bonita, pero en el curso de las reuniones familiares a veces escuchaba las conversaciones de los adultos y sorprendía ciertos elogios que se referían a mí. Nunca fui más desobediente que mis hermanas o que mi hermano, ni recuerdo haber sido una niña más difícil que otras. A pesar de todo, y sin que jamás llegara a comprender por qué, mi padre me decía a menudo que era una desvergonzada o una guarra. Y aunque no era especialmente descarada, se ensañaba conmigo como si yo hubiera cometido las peores faltas. No tenía la menor noción de lo que era el pecado, y durante mucho tiempo me estrujé la imaginación tratando de entender qué diferencia podía existir entre una chiquilla normal y corriente, como mis compañeras de clase o mis hermanas, y la sinvergüenza que decían que era yo. El primer recuerdo de los castigos que me infligía mi padre se remonta precisamente a esa época. Debí de hacer alguna tontería, y él me ató de pies y manos en el pasillo de la espléndida casa en que vivíamos. Esa misma noche recibí una severa tunda. Ese castigo marcó hasta tal punto mi cuerpo y mi memoria que todavía hoy sigo recordando esos primeros golpes, ese primer terror, mi primer y auténtico sufrimiento de víctima inocente... Mi padre adoptó la costumbre de pegarme en cuanto cometía la menor falta o me mostraba insolente. Armado con uno de sus inquietantes zapatos negros, que siempre estaban relucientes e impecables, y con el cinturón marrón de piel de cocodrilo que mis hermanas y yo le habíamos regalado, no recuerdo ya si para el día del Padre o para Navidad, me asestaba violentos golpes, y con tal puntería que siempre alcanzaban las partes más sensibles de mi cuerpo. Cuando mi padre estaba de pésimo humor, me ataba y me encerraba en un armario oscuro cuya exigüidad me daba terror. Sus enormes y poderosas manos me azotaban el rostro demacrado, que de inmediato se ponía tan rojo como la señal de socorro que izan