Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 51

las censure; Cook descubrió esta costumbre en todas las islas de los mares del Sur. Rómulo permitió el infanticidio; la ley de las Doce Tablas también lo toleró y, hasta Constantino, los romanos exponían o mataban impunemente a sus criaturas. Aristóteles aconseja este supuesto crimen; la secta de los estoicos lo consideraba elogiable; todavía es muy practicado en China. Cada día se encuentran en las calles sobre los canales de Pekín más de diez mil individuos inmolados o abandonados por sus padres, y sea cual sea la edad del hijo, en este sabio imperio, un padre, para librarse de él, sólo necesita ponerlo en manos de un juez. Según las leyes de los partos, se mataba al hijo, a la hija o al hermano, incluso en la edad núbil; César encontró esta costumbre generalizada entre los galos; varios pasajes del Pentateuco demuestran que estaba permitido matar a los hijos en el pueblo de Dios; y el propio Dios, en suma, se lo exigió a Abraham. Durante mucho tiempo se creyó, afirma un famoso moderno, que la prosperidad de los imperios dependía de la esclavitud de los hijos; esta opinión tenía como base los principios de la más sana razón. ¡Sería un contrasentido que un monarca se sintiera autorizado a sacrificar veinte o treinta mil súbditos suyos en un solo día por su propia causa, y un padre no pueda, cuando lo estime conveniente, convertirse en dueño de la vida de sus hijos! ¡Qué absurdo! ¡Qué inconsecuencia y qué debilidad en los que están atados a semejantes cadenas! La autoridad del padre sobre sus hijos, la única real, la única que ha servido de base a todas las demás, nos es dictada por la voz de la misma naturaleza, y el estudio profundo de sus operaciones nos ofrece en todos los instantes ejemplos de ello. El zar Pedro no dudaba en absoluto de este derecho; lo utilizó, y dirigió una declaración pública a todas las jerarquías de su imperio por la que decía que, de acuerdo con las leyes divinas y humanas, un padre tenía el derecho total y absoluto de condenar a muerte a sus hijos, sin apelación ni consulta con nadie. Sólo en nuestra bárbara Francia una falsa y ridícula piedad creyó tener que arrumbar este derecho. No —prosiguió Rodin acaloradamente—, no, amigo mío, jamás entenderé que un padre que quiso dar la vida no sea libre de dar la muerte. El valor ridículo que concedemos a esta vida es lo que nos hace disparatar el tipo de acción que lleva a un hombre a librarse de su semejante. Creyendo que la existencia es el mayor de los bienes, imaginamos estúpidamente que es un crimen sustraerlo a los que la disfrutan; pero el cese de esta existencia, o por lo menos lo que le sigue, no es un mal, de la misma manera que la vida no es un bien; o mejor dicho si nada muere, si nada se destruye, si nada se pierde en la naturaleza, si todas las partes descompuestas de cualquier cuerpo sólo esperan la disolución para reaparecer inmediatamente bajo nuevas formas, ¿qué indiferencia no habrá en la acción del homicidio, y cómo se osará considerarla mal? Aunque sólo se debiera a mi sola fantasía, lo vería como algo de lo más simple: con mucha mayor razón cuando se hace necesaria para un arte tan útil a los hombres... Cuando puede ofrecer luces tan grandes, ya no es un mal, amigo mío, ya no es una fechoría, es la mejor, la más sabia, la más útil de las acciones, y sólo en negársela podría existir un crimen. —¡Ah! —d