Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 30
menos de una hora llegamos al castillo de la señora marquesa de Bressac, cuya magnificencia y multitud
de lacayos me hacen suponer que cualquier puesto que tenga en esta casa será, sin duda, más ventajoso
para mí que el de gobernanta del señor Du Harpin. Me hacen esperar en una antecocina, donde Jasmín me
ofrece amablemente cuanto puede reconfortarme. El joven conde entra en los aposentos de su tía, la avisa,
y él mismo viene a buscarme media hora después para presentarme a la marquesa.
La señora de Bressac era una mujer de cuarenta y seis años, todavía muy hermosa, y que me pareció
honesta y sensible, aunque introdujera una cierta severidad en sus normas y en su conversación. Viuda
desde hacía dos años del tío del joven conde, que se había casado con ella sin mayor fortuna que el bello
apellido que le daba, de ella dependían todos los bienes que podía esperar el señor de Bressac, pues lo que
había recibido de su padre apenas servía para pagar sus placeres. La señora de Bressac le pasaba una
pensión considerable, pero aun así insuficiente: nada hay tan caro como las voluptuosidades del conde; es
posible que se paguen menos que las otras, pero se multiplican mucho más. En aquella casa había
cincuenta mil escudos de renta, y todos debían ser para el señor de Bressac. Jamás habían podido
convencerle a hacer algo; todo lo que le apartaba de su libertinaje le resultaba tan insoportable que no
podía aceptar la sujeción. La marquesa habitaba aquella propiedad tres meses al año, y pasaba el resto del
tiempo en París; y los tres meses que exigía que su sobrino estuviera con ella eran una especie de suplicio
para un hombre que aborrecía a su tía y que consideraba como perdidos todos los momentos que pasaba
alejado de una ciudad que significaba para él el centro de sus placeres.
El joven conde me ordenó que contara a la marquesa las cosas que yo le había relatado, y una vez hube
terminado la señora de Bressac me dijo:
—Tu candor y tu ingenuidad no me permiten dudar de que dices la verdad. No pediré más informaciones
sobre ti que la de saber si eres realmente la hija del hombre que me indicas. Si es así, yo he conocido a tu
padre, y será para mí una razón de más para interesarme por tu persona. En cuanto al caso de Du Harpin,
me encargo de resolverlo en dos visitas a casa del canciller, amigo mío desde hace siglos. Es el hombre
más íntegro que existe en el mundo; basta con demostrarle tu inocencia para anular todo lo que se ha
hecho en tu contra. Pero piénsatelo bien, Thérèse. Todo lo que te prometo en este momento sólo es a
cambio de una conducta intachable; de modo que los efectos del agradecimiento que exijo se volverán
siempre en tu favor. Me arrojé a los pies de la marquesa, le aseguré que quedaría satisfecha de mí; me
hizo levantar con bondad y me confió inmediatamente el puesto de segunda camarera a su servicio.
Al cabo de tres días, llegaron las informaciones pedidas a París por la señora de Bressac; eran tal como yo
podía desear. La marquesa me elogió por no haberla engañado, y todas las sombras de desgracias se
desvanecieron finalmente de mi espíritu para ser sustituidas únicamente por la esperanza de los más
dulces consuelos que cabía esperar. Sin embargo, no estaba escrito en el cielo que la pobre Thérèse
tuviera que ser feliz alguna vez, y si unos pocos momentos de paz nacían fortuitamente para ella era sólo
para hacerle más amargos los de horror que debían seguirlos.
Apenas llegamos a París la señora de Bressac se apresuró a intervenir en mi favor. El primer presidente
quiso verme y escuchó con interés el relato