Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 26

tesoro. Dejádmelo, ellos no me lo han arrebatado. Me costaría trabajo describir el supuesto agradecimiento de Saint—Florent. No sabía qué términos emplear para demostrármelo, pero no teníamos tiempo de hablar: se trataba de huir. Me apodero diestramente de la cartera, se la doy y, franqueando rápidamente el bosquecillo y abandonando el caballo, por miedo a que el ruido que habría hecho despertara a nuestras gentes, nos dirigimos, con diligencia, al sendero que debía sacarnos del bosque. Tuvimos la suerte de salir de él cuando amanecía, y sin que nadie nos siguiera. Llegamos antes de las diez de la mañana a Luzarches, y allí, al abrigo de cualquier temor, sólo pensamos en descansar. Hay momentos en la vida en que te consideras muy rico sin tener, no obstante, nada de qué vivir: era el caso de Saint-Florent. Llevaba quinientos mil francos en su cartera, y ni un escudo en su faltriquera. Esta reflexión le detuvo antes de entrar en la posada... —Tranquilícese, señor —le dije al ver su apuro—, los ladrones que abandono no me han dejado sin dinero. Ahí tenéis veinte luises, tomadlos, por favor, utilizadlos y dad el resto a los pobres. Por nada en el mundo querría yo conservar un oro adquirido mediante asesinatos. Saint—Florent, que fingía delicadeza, pero que estaba muy lejos de tener la que yo le suponía, no quiso en absoluto tomar lo que le ofrecí. Me preguntó qué proyectos tenía, me dijo que se obligaba a cumplirlos, y que no deseaba otra cosa que quedar en paz conmigo. —Os debo la fortuna y la vida, Thérèse —añadió besándome las manos—. ¿Qué mejor puedo hacer que ofreceros la una y la otra? Aceptadlas, os lo ruego, y permitid que el Dios del himeneo estreche los nudos de la amistad. No sé bien si por presentimiento o simple frialdad, yo estaba tan lejos de creer que lo que había hecho por aquel joven pudiera provocar tales sentimientos por su parte, que le dejé leer en mi semblante el rechazo que no me atrevía a expresar. Lo entendió, no insistió más, y se limitó a preguntarme únicamente qué podía hacer por mí. —Señor —le dije—, si realmente mi actuación no carece de méritos a vuestros ojos, os pido por toda recompensa que me llevéis con vos a Lyon, y que allí me coloquéis en alguna casa honesta, donde mi pudor ya no tenga que sufrir. —Es lo mejor que podríais hacer —contestó Saint-Florent—, y nadie más capacitado que yo para prestaros ese servicio: tengo veinte parientes en esa ciudad. Y el joven comerciante me rogó entonces que le contara las razones que me llevaban a alejarme de París, donde le había dicho que había nacido. Lo hice con tanta confianza como ingenuidad. —Bien, si sólo es eso —dijo el joven—, podré seros útil antes de llegar a Lyon. No temáis nada, Thérèse, vuestro caso estará olvidado. Ya nadie os buscará, y menos que en ningún lugar, seguramente, en el asilo donde voy a colocaros. Tengo una pariente cerca de Bondy, vive en una campiña encantadora de los alrededores. Estoy seguro de que sentirá un gran placer de teneros a su lado; mañana os la presento. Llena de agradecimiento a mi vez, acepto un proyecto que tanto me conviene. Descansamos el resto del día en Luzarches, y al día siguiente nos proponemos llegar a Bondy, que sólo está a seis leguas de allí. — Hace buen tiempo —me dijo Saint-Florent—. Si os parece, Thérèse, nos dirigiremos a pie al castillo de mi pariente. Le contaremos nuestra aventura, y creo que esta manera imprevista de llegar despertará su interés hacia vos. Muy alejada de sospechar las intenciones de aquel monstruo y de imaginar que me ofrecía aún menos seguridad que la infam