Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 17
—Son sistemas absurdos que no tardarán en llevarte al hospicio, hija mía —replicó la Dubois enarcando
las cejas—. Créeme, deja de lado la justicia de Dios, sus castigos o sus recompensas futuras. Todas esas
tonterías sólo sirven para que muramos de hambre. ¡Oh, Thérèse!, la dureza de los ricos legitima el mal
comportamiento de los pobres: que sus bolsas se abran a nuestras necesidades, que la humanidad reine en
su corazón, y las virtudes podrán establecerse en el nuestro; pero en tanto que nuestro infortunio, nuestra
paciencia para soportarlo, nuestra buena fe, nuestra servidumbre, sólo sirvan para aumentar nuestros
grilletes, nuestros crímenes son obra suya, y seríamos muy tontos en negárnoslos cuando pueden aliviar el
yugo con que su crueldad nos sobrecarga. La naturaleza nos ha hecho nacer a todos iguales, Thérèse; si la
suerte se complace en estorbar este primer plan de las leyes generales, a nosotros nos corresponde
corregir sus caprichos y reparar, mediante nuestra habilidad, las usurpaciones del más fuerte. Me gusta oír
a la gente rica, a la gente con título, a los magistrados, a los curas, ¡me gusta verles predicarnos la virtud!
Es muy difícil asegurarse contra el robo cuando se tiene tres veces más de lo que hace falta para vivir;
muy incómodo no concebir jamás el asesinato, cuando se está rodeado de aduladores o de esclavos para
quienes nuestras voluntades son leyes; muy penoso, a decir verdad, ser moderado y sobrio, cuando a cada
hora se está rodeado de los manjares más suculentos; les cuesta mucho ser sinceros, ¡cuando no tienen
ningún interés en mentir!... Pero nosotros, Thérèse, nosotros a quienes esta Providencia bárbara, con la
que cometes la locura de convertirla en tu ídolo, ha condenado a arrastrarnos por la humillación como la
serpiente por la hierba; nosotros, a los que se nos mira sólo con menosprecio, porque somos pobres; a los
que se tiraniza, porque somos débiles; nosotros, cuyos labios sólo prueban la hiel, y cuyos pasos sólo
encuentran abrojos, ¡quieres que nos privemos del crimen cuando sólo su mano nos abre la puerta de la
vida, nos mantiene en ella, nos conserva en ella, y nos impide perderla! ¡Quieres que perpetuamente
sometidos y degradados, mientras la clase que nos domina tiene para sí todos los favores de la Fortuna,
nos reservemos sólo la pena, el abatimiento y el dolor, la necesidad y las lágrimas, la deshonra y el
cadalso! No, Thérèse, no: o esta Providencia que tú reverencias sólo merece nuestro desprecio, o no son
éstas en absoluto sus voluntades. Conócela mejor, hija mía, y convéncete de que si nos pone en
situaciones en las que el mal nos resulta necesario, y nos deja al mismo tiempo la posibilidad de ejercerlo,
es porque ese mal sirve tanto a sus leyes como el bien, y gana tanto con uno como con el otro. Si nos ha
creado a todos en el estado de la igualdad, quien la altera no es más culpable que quien procura
restablecerla. Ambos actúan de acuerdo con los impulsos recibidos, ambos deben seguirlos y disfrutar.
Confieso que si alguna vez me sentí perturbada fue por las seducciones de esta mujer astuta, pero una
voz, más fuerte que ella, combatía estos sofismas en mi corazón. A ella me rendí y manifesté a la Dubois
que estaba decidida a no dejarme corromper jamás.
—¡Bien! —me contestó—, haz lo que quieras. Te abandono a tu mala suerte. Pero si alguna vez te
atrapan y te llevan a la horca, destino del que probable mente no podrás escapar, por esa fatalidad que
salva inevitablemente al crimen inmolando a la virtud, acuérdate por lo menos de no hablar jamás de
nosotros.
Mientras razonábamos así, los cuatro compañeros de la Dubois bebían con el cazador furtivo, y como el
vino apresta el alma del malhechor a nuevos crímenes y le hace olvidar los antiguos, al enterarse los
malvados de mis resoluciones decidieron convertirme en una víctima, ya que no podían tenerme como
cómplice. Sus principios, sus costumbres, el sombrío reducto en que estábamos, la especie de seguridad
en la que se creían, su borrachera, mi edad, mi inocencia, todo les estimuló. Se alzan de la mesa, celebran
consejo, consultan a la Dubois, actitudes cuyo lúgubre misterio me hace estremecer de horror, y toman el
acuerdo de que tengo que prestarme inmediatamente a satisfacer los deseos de los cuatro, de buen grado,
o a la fuerza. Si lo hago de buen grado, cada uno de ellos me pagará un escudo para mis propios usos; si
tienen que utilizar la violencia, lo harán igual, pero, para que el secreto quede mejor guardado, me
apuñalarán después de haberse solazado y me enterrarán al pie de un árbol.
No necesito describiros el efecto que me causó esta cruel proposición, señora, lo comprendéis fácilmente.
Me arrojé a las rodillas de la Dubois, le imploré que fuera por segunda vez mi protectora. La deshonesta
criatura sólo se rió de mis lágrimas.
—¡Oh, pero vamos! —me dijo—, ¡vaya desgracia la tuya!... ¡,Cómo? ¿Te estremeces ante la obligación
de servir sucesivamente a cuatro buenos mozos como éstos? ¡No sabes que hay diez mil mujeres en París