Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 15

conocidas por él; le oía a menudo lamentarse con su mujer de una cierta caja de oro de treinta a cuarenta luises, con la que se habría quedado, decía, de haber sabido actuar con mayor destreza. Para consolarse al fin de haber devuelto esa caja, el honrado señor Du Harpin proyectó robarla, y a mí se me encargó la negociación. Después de haberme hecho un gran discurso sobre la indiferencia del robo, sobre la utilidad misma que ejercía en el mundo, ya que restablecía en él una especie de equilibrio, que alteraba por completo la desigualdad de las riquezas; sobre la escasez de los castigos, ya que estaba demostrado que de veinte ladrones no perecían más de dos; después de haberme demostrado, con una erudición de la que no habría creído capaz al señor Du Harpin, que el robo era honrado en toda Grecia, que varios pueblos seguían admitiéndolo, favoreciéndolo y recompensándolo como una acción atrevida que demostraba tanto el valor como la destreza (dos virtudes esenciales para cualquier nación guerrera); en una palabra, después de haberme garantizado que, si era descubierta, su crédito me salvaría de todo, el señor Du Harpin me entregó dos llaves falsas una de las cuales debía abrir el apartamento del vecino y la otra el escritorio donde se hallaba la caja en cuestión, y me rogó insistentemente que encontrara esa caja, porque por un servicio tan esencial aumentaría mi sueldo en un escudo durante dos años. —¡Oh, señor! —exclamé estremeciéndome ante su proposición—. ¿Cómo es posible que un amo se atreva a corromper así a su criado? ¿Qué me impedirá volver contra vos las armas que ponéis en mis manos, y qué podríais objetarme si un día os hiciera víctima de vuestros propios métodos? Du Harpin, confundido, se refugió en un torpe subterfugio: me dijo que sólo lo había hecho con la intención de ponerme a prueba, que tenía mucha suerte de haber resistido a sus proposiciones... que estaría perdida si hubiera sucumbido... Me conformé con esta mentira, pero descubrí inmediatamente el error que había cometido al responder con tanta firmeza: a los malhechores no les gusta encontrar resistencia en quienes intentan seducir. No existe desdichadamente un punto medio, en cuanto tienes la mala suerte de haber recibido sus proposiciones: tienes que convertirte necesariamente en su cómplice — lo cual es peligroso—, o en su enemigo —que todavía lo es más—. Con algo más de experiencia, yo habría abandonado la casa a partir de ese instante, ¡pero ya estaba escrito en el cielo que cada uno de mis gestos honestos sería recompensado con nuevos infortunios! El señor Du Harpin dejó pasar cerca de un mes, o sea más o menos hasta la época del final del segundo año de mi estancia en su casa, sin decir palabra y sin mostrar el más ligero resentimiento por el rechazo que había recibido, pero una noche, cuando me retiraba a mi habitación para saborear unas horas de reposo, oí de repente que abrían mi puerta, y vi, no sin terror, al señor Du Harpin acompañado de un comisario y cuatro soldados de patrulla frente a mi cama. —Cumplid con vuestro deber, señor —dijo al hombre de la justicia—. Esta desgraciada me ha robado un diamante de mil escudos. Lo encontraréis en su aposento o entre sus ropas, el hecho es seguro. —¿Robaros yo, señor? —dije, saltando turbadísima de mi cama—. ¡Yo, santo Dios! ¡Ay! ¿Quién mejor que vos sabe lo contrario? ¿Quién puede estar más convencido que vos de cuánto me repugna esta acción y saber mejor la imposibilidad de que yo la haya cometido? Pero el señor Du Harpin, haciendo mucho ruido para que mis palabras no fu