Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 129
solicitaciones van siendo cada vez más cálidas. Al fin, tras nuestros rechazos reiterados de seguirle, se
limita a pedirnos insistentemente nuestra dirección. Para liberarme de él, le doy una falsa. La escribe en
su cartera, y nos abandona asegurándonos que no tardará en vernos.
Al regresar a la posada, expliqué como pude la historia de esta desdichada relación a la joven que me
acompañaba; pero sea que lo que le dije no la satisfaciera, sea que tal vez estuviera muy enfadada por un
acto virtuoso por mi parte que la privaba de una aventura en la que habría ganado tanto, se fue de la
lengua. Tuve harta ocasión de darme cuenta de ello por los comentarios de la Bertrand, con motivo de la
desdichada catástrofe que pronto voy a contaros. Sin embargo, el fraile no apareció, y nos fuimos.
Por salir tarde de Lyon, aquel primer día tuvimos que dormir en Villefranche, y allí fue, señora, donde me
ocurrió la terrible desgracia que hoy me hace aparecer ante vos como una criminal, sin que lo haya sido
más en esta funesta circunstancia de mi vida que en ninguna de todas aquellas en que me habéis visto tan
injustamente vapuleada por los golpes de la suerte, y sin que otra cosa me haya conducido al abismo que
la bondad de mi corazón y la maldad de los hombres.
Llegadas a las seis de la tarde a Villefranche, nos habíamos apresurado a cenar y a acostarnos, a fin de
emprender una marcha más prolongada el día siguiente; no hacía ni dos horas que reposábamos cuando
fuimos despertadas por una humareda espantosa; persuadidas de que el fuego no estaba lejos, nos
levantamos apresuradamente. ¡Santo cielo!, los progresos del incendio ya eran más que terroríficos,
abrimos semidesnudas nuestra puerta y sólo oímos a nuestro alrededor el estruendo de las paredes que se
desploman, el ruido de las vigas que se parten, y los gritos espantosos de los que caen en las llamas.
Envueltas por esas llamas devoradoras, ya no sabemos adónde huir; para escapar a su violencia, nos
precipitamos en su foco, y nos vemos inmediatamente confundidas con la multitud de desdichados que
buscan, como nosotras, su salvación en la huida. Descubro entonces que mi guía, más preocupada de sí
misma que de su hija, ni siquiera ha pensado en salvarla de la muerte; sin avisarla, corro a nuestra
habitación a través de las llamas que me asaltan y me queman en varios lugares; cojo a la pobre criaturita;
me precipito a devolvérsela a su madre, apoyándome en una viga medio consumida: me falla el pie, mi
primer gesto es adelantar las manos; este impulso de la naturaleza me fuerza a soltar el precioso fardo que
sostengo... Se me escapa, y la desdichada niña cae al fuego bajo los ojos de su madre. En ese instante me
cogen también a mí... me arrastran; demasiado conmovida para distinguir nada, ignoro si son ayudas o
peligros lo que me rodea, pero para mi desgracia no tardo en averiguarlo cuando, arrojada a un silla de
posta, me encuentro al lado de la Dubois que, colocándome una pistola en la sien, me amenaza con
abrasarme los sesos si pronuncio una palabra...
—¡Ah, malvada! —me dice—, te tengo en mis manos, y esta vez no te escaparás.
—¡Oh, señora, vos aquí! —exclamé.
—Todo lo que acaba de ocurrir es obra mía —me contestó aquel monstruo—; con un incendio te salvé los
días, y con un incendio los perderás. De haber hecho falta, te habría perseguido hasta los infiernos, para
apoderarme de ti. Monseñor se puso furioso cuando se enteró de tu evasión; yo cobro doscientos luises
por cada joven que le procuro, y no solamente no quiso pagarme a Eulalie, sino que me amenazó con toda
su cólera si no te devolvía. Te descubrí y te perdí por dos horas en Lyon. Ayer, llegué a la posada una
hora después que tú, le prendí fuego a través de unos adláteres que siempre tengo contratados; quería
abrasarte o apoderarme de ti; te he tenido, te conduzco a una casa que tu huida ha precipitado en la
turbación y en la inquietud, y te devuelvo a ella para ser tratada de cruel manera. Monseñor ha jurado que
no habría suplicios bastante espantosos para ti, y no bajaremos del carruaje hasta que estemos en su casa.
¡Pues bien, Thérèse! ¿Qué piensas ahora de la virtud?
—¡Oh, señora! Que muchas veces es la