Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 12

sobra? Los bastardos, los huérfanos, los niños deformes, deberían ser condenados a muerte desde su nacimiento. Los primeros y los segundos porque, al no tener a nadie que quiera o que pueda ocuparse de ellos, manchan la sociedad con unas heces que un día u otro tiene que resultarle funesta; y los otros porque no pueden resultarle de ninguna utilidad. Las dos clases son para la sociedad como excrecencias de la carne que, alimentándose del jugo de los miembros sanos, los degradan y los debilitan, o, si lo prefieres, como esos vegetales parásitos que, juntándose a las plantas buenas, las deterioran y las roen adaptándose su simiente nutritiva. A esas limosnas destinadas a alimentar a semejante escoria, esas casas dotadas de todos los lujos que se tiene la extravagancia de construirles, son abusos escandalosos. ¡Como si la especie de los hombres fuera tan escasa, tan preciosa que hubiera que conservar hasta su más vil porción! Pero dejemos una política de la que no debes de entender nada, hija mía: ¿por qué quejarse de su suerte cuando sólo corresponde a uno mismo remediarla? —¡A qué precio, santo cielo! —Al de una quimera, algo que sólo tiene el valor que tu orgullo le atribuye. Por lo demás —prosiguió el bárbaro al mismo tiempo que se levantaba y abría la puerta—, eso es todo lo que puedo hacer por ti. Consiente, o libérame de tu presencia. No me gustan los mendigos... Corrieron mis lágrimas, fue imposible retenerlas, y creeréis, señora, que en lugar de enternecer a aquel hombre lo irritaron. Cierra la puerta y agarrándome por el cuello del vestido, me dice brutalmente que me obligará a hacer a la fuerza lo que no quiero concederle de buen grado. En este instante cruel, mi desgracia me insufla valor. Me libero de sus manos y, abalanzándome hacia la puerta, le digo mientras escapo: —¡Hombre odioso, ojalá el cielo, tan gravemente ofendido por ti, te castigue un día como mereces, por tu execrable crueldad! No eres digno ni de tus riquezas, de las que haces tan vil uso, ni siquiera del aire que respiras en un mundo manchado por tus barbaries. Me apresuré a contar a mi hospedera la acogida de la persona a la que me había enviado, pero cual fue mi sorpresa al ver a esa miserable abrumarme con reproches en lugar de compartir mi dolor. —Miserable criatura —me dijo encolerizada—, ¿imaginas que los hombres son tan necios como para dar limosnas a unas muchachitas como tú, sin exigir el interés de su dinero? El señor Dubourg es demasiado bueno por haberse portado como lo ha hecho; en su lugar yo no te habría dejado salir de mi casa sin haberme contentado. Pero ya que no quieres aprovechar las ayudas que te ofrezco, arréglatelas como quieras. Me debes dinero: o me lo das mañana, o te envío a la cárcel. —Señora, tened piedad... —Sí, sí, piedad... ¡Con la piedad uno se muere de hambre! —Pero ¿qué queréis que haga? —Volver a casa de Dubourg, satisfacerle y traerme dinero. Yo le veré y le avisaré. Enmendaré, si puedo, tus tonterías. Le daré excusas tuyas, pero piensa en comportarte mejor. Avergonzada, desesperada, sin saber qué hacer, viéndome duramente rechazada por todo el mundo, casi sin recursos, le dije a la señora Desroches (era el nombre de mi hospedera) que estaba decidida a todo para satisfacerla. Se fue a casa del financiero, y, a la vuelta, me dijo que lo había encontrado muy irritado; que con mucho esfuerzo había conseguido inclinarlo a mi favor; que a fuerza de súplicas había conseguido, sin embargo, convencerle de que volviera a verme la mañana siguiente; pero que tuviera cuidado con mi conducta porque si la desobedecía una vez más, ella misma se encargaría de hacerme encarcelar de por vida. Llegué a su casa muy turbada. Dubourg estaba a solas, en un estado aún más indecente que la víspera. La brutalidad, el libertinaje, todas las características del exceso estallaban en sus miradas hipócritas. —Agradece a la Desroches —me dice duramente— que quiera en su favor concederte por un instante mis