Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 117
disponía a hacer sería inmediatamente compensado por el extremo cuidado que pondría en preservarle la
vida. Yo iba a ser la dueña de su vida, pero pese a cualesquiera que fueran sus intenciones respecto a mí,
con toda seguridad sólo serviría para devolvérsela.
Nos preparamos: Roland se calienta con algunas de sus caricias normales; sube al taburete, yo lo ato;
quiere que durante ese tiempo lo insulte, le reproche todos los horrores de su vida: lo hago. Su dardo no
tarda en amenazar el cielo... él mismo me indica que retire el taburete..., obedezco. Creedme, señora, nada
más cierto que lo que había imaginado Roland: en su rostro sólo se dibujaron unos síntomas de placer, y
casi al mismo instante unos chorros rápidos de semen se lanzaron a la bóveda. Cuando todo está
esparcido, sin que yo haya ayudado en nada, corro a soltarlo, cae desvanecido, pero a fuerza de cuidados
consigo que pronto recupere el sentido.
—¡Oh, Thérèse! —me dijo al volver a abrir los ojos—, no puedes imaginarte qué sensaciones; están por
encima de todo lo que se pueda decir: que hagan ahora con migo lo que quieran, desafío la espada de
Temis. Me creerás aún más culpable hacia la gratitud, Thérèse —me dijo Roland atándome las manos a la
espalda—, pero qué quieres, querida mía, a mi edad nadie se corrige... Querida criatura, acabas de
devolverme a la vida, y jamás he conspirado tan fuertemente contra la tuya; lamentaste la suerte de
Suzanne, pues bien, voy a reunirte con ella; voy a sepultarte viva en la bodega donde ella expiró.
No os describiré mi estado, señora, podéis imaginarlo. Por más que llore, por más que gima, ya no me
escucha. Roland abre el panteón fatal, hace descender una lámpara, a fin de que yo pueda divisar mejor la
multitud de cadáveres que lo llenan, pasa después una cuerda por debajo de mis brazos, atados, como ya
os he dicho, a mi espalda, y mediante esta cuerda me baja a veinte pies del fondo del panteón y a unos
treinta de donde él estaba: en esta posición sufría horriblemente, era como si me arrancaran los brazos.
¡Qué espanto se apoderaba de mí, y qué perspectiva se me ofrecía! ¡Trozos de cadáveres en medio de los
cuales acabaría mis días y cuyo olor ya me infectaba! Roland amarra la cuerda a un bastón fijado a través
del agujero y, después, armado con un cuchillo, oigo que se excita.
Vamos, Thérèse —me dice—, encomienda tu alma a Dios, el instante de mi delirio coincidirá con aquel
en que te arrojaré a este sepulcro, donde te sumiré en el eterno abismo que te espera. ¡Ah, ah... Thérèse,
ah...! Y noté mi cabeza cubierta de las pruebas de su éxtasis sin que, afortunadamente, hubiera cortado la
cuerda: me saca de allí.
—¡Bien! —me dice—, ¿has sentido miedo?
—¡Oh, señor!
—Así es como morirás, Thérèse, tenlo por seguro, y me encanta acostumbrarte a ello.
Subimos... ¿Tenía que quejarme, tenía que alegrarme? ¡Vaya recompensa por lo que acababa de hacer por
él! Pero ¿podía hacer otra cosa el monstruo? ¿Acaso no podía arrebatarme la vida? ¡Oh, qué hombre!
Roland preparó al fin su marcha. Vino a verme la víspera a medianoche; me arrojo a sus pies, le conjuro
con las más vivas instancias que me devuelva la libertad y que le añada el mínimo dinero necesario para
llevarme a Grenoble.
—¡A Grenoble! Claro que no, Thérèse, nos denunciarías.
—¡Bien, señor! —le dije regando sus rodillas con mis lágrimas—, os juro que jamás iré allí, y para que os
convenzáis, dignaos a llevarme con vos a Venecia; es posible que allí encuentre unos corazones menos
duros que en mi patria, y una vez que os hayáis decidido a llevarme allí, os juro por lo más santo que hay
en el mundo que jamás volveré a importunaros.
—No te daré ni una ayuda ni un céntimo —me contestó duramente aquel insigne tunante—; todo lo que
atañe a la piedad, a la conmiseración, a la gratitud, queda tan lejos de mi corazón que, aunque fuera tres
veces más rico de lo que soy, nadie me vería dar un escudo a un pobre: el espectáculo del infortunio me