ella la marca de un dios. O sabía que si, hacía unas horas, la había delatado, fue para
provocar un nuevo y más cruel castigo que la dejara señalada. Ella sabía también que si bien
las razones que pudieran existir para provocarlo podían desaparecer, Sir Stephen no se
volvería atrás. Tanto peor. (Tanto mejor, pensaba ella.) René, conmovido, miró largamente su
cuerpo esbelto con gruesas marcas violáceas, como cuerdas, cruzándole los hombros, la
espalda, las nalgas, el vientre y los senos, moteadas de alguna que otra gota de sangre.
— ¡Ah, cómo te quiero! —murmuró.
Se desnudó con las manos temblorosas, apagó la luz y se tendió al lado de O. Ella estuvo
gimiendo en la oscuridad mientras él la poseía.
Las señales del cuerpo de O tardaron más de un mes en borrarse. Y, allí donde la piel se
había desgarrado, le quedó una línea más clara, como una vieja cicatriz. Pero, aunque
hubiera podido olvidarlo, la actitud de René y Sir Stephen se lo hubiera recordado. René tenía
una llave de su apartamento, desde luego. No se le había ocurrido darle otra a Sir Stephen,
probablemente porque, hasta entonces, éste nunca expresó el deseo de ir a casa de O. Pero el
que aquella noche la hubiera acompañado personalmente, hizo comprender a René que, tal
vez, aquella puerta que únicamente podía abrir O y él podía ser considerada por Sir Stephen
como un obstáculo, una barrera o una limitación impuesta por René y que era ridículo darle
a O si no le daba también la libertad de entrar en su casa en cualquier momento. En
resumidas cuentas, mandó hacer una llave, se la entregó a Sir Stephen y no dijo nada a O
hasta que éste la hubo aceptado. A ella ni se le ocurrió protestar y pronto advirtió que, en
aquella espera en que vivía, hallaba una incomprensible serenidad. Esperó mucho tiempo,
preguntándose si la sorprendería en plena noche, si aprovecharía alguna ausencia de René, si
iría solo y hasta si iría. No se atrevía a hablar de ello con René. Una mañana en que por
casualidad la asistenta no estaba y ella se había levantado más temprano que de costumbre y a
las diez, ya vestida, se disponía a salir, oyó girar una llave en la cerradura.
—René —gritó, corriendo hacia la puerta. Porque algunas veces René se presentaba así
y ella creyó que tenía que ser él. Pero era Sir Stephen, quien le dijo sonriendo:
—Bien, llamemos a René.
Pero René tenía una cita de negocios y no podría estar allí antes de una hora. O, con el
corazón saltándole en el pecho (y ella se preguntaba por qué), vio cómo Sir Stephen colgaba
el aparato. Él la hizo sentarse en la cama, le tomó la cabeza entre las manos, le entreabrió la
boca y la besó. Ella se ahogaba de tal modo que hubiera caído al suelo si él no la hubiese
sostenido. Pero la sostuvo, y la enderezó. O no comprendía por qué sentía aquella angustia
en la garganta; porque, ¿qué podía temer de Sir Stephen que no hubiera sufrido ya? Él le
pidió que se desnudara y la miró en silencio mientras lo obedecía. ¿Acaso no estaba
acostumbrada a permanecer desnuda ante su mirada, a su silencio y a esperar sus
decisiones? Tuvo que reconocer que si la trastornaban el lugar y la hora y el que en aquella