Literatura BDSM Cincuenta sombras más oscuras | Page 91
acostumbrado a que las mujeres hagan exactamente lo que yo digo, cuando yo lo digo, y
estrictamente lo que yo quiero que hagan. Eso pierde interés enseguida. Tú tienes algo,
Anastasia, que me atrae a un nivel profundo que no entiendo. Es como el canto de
sirena. No soy capaz de resistirme a ti y no quiero perderte. —Alarga la mano y toma
la mía—. No te vayas, por favor… Ten un poco de fe en mí y un poco de paciencia.
Por favor.
Parece tan vulnerable… Es perturbador. Me arrodillo, me inclino y le beso
suavemente en los labios.
—De acuerdo, fe y paciencia. Eso puedo soportarlo.
—Bien. Porque Franco ha llegado.
Franco es bajito, moreno y gay. Me encanta.
—¡Qué pelo tan bonito! —exclama con un acento italiano escandaloso y
probablemente falso.
Apuesto a que es de Baltimore o de un sitio parecido, pero su entusiasmo es
contagioso. Christian nos conduce a ambos a su cuarto de baño, sale a toda prisa y
vuelve a entrar con una silla de su habitación.
—Os dejo solos —masculla.
—Grazie, señor Grey. —Franco se vuelve hacia mí—. Bene, Anastasia,
¿qué haremos contigo?
Christian está sentado en su sofá, revisando algo que parecen hojas de
cálculo con mucha concentración. Una melodiosa pieza de música clásica suena de
fondo en la habitación. Una mujer canta apasionadamente, vertiendo su alma en la
canción. Es desgarrador. Christian levanta la mirada y sonríe, distrayéndome de la
música.
—¡Ves! Te dije que le gustaría —comenta Franco, entusiasmado.
—Estás preciosa, Ana —dice Christian, visiblemente complacido.
—Mi trabajo aquí ya ha acabado —exclama Franco.
Christian se levanta y se acerca a nosotros.
—Gracias, Franco.
Franco se gira, me da un abrazo exagerado y me besa en ambas mejillas.
—¡No vuelvas a dejar que nadie más te corte el pelo, bellissima Ana!
Me echo a reír, ligeramente avergonzada por esa familiaridad. Christian le
acompaña a la puerta del vestíbulo y vuelve al cabo de un momento.
—Me alegro de que te lo hayas dejado largo —dice mientras avanza hacia
mí con una mirada centelleante.
Coge un mechón entre los dedos.
—Qué suave —murmura, y baja los ojos hacia mí—. ¿Sigues enfadada
conmigo?
Asiento y sonríe.
—¿Por qué estás enfadada, concretamente?