Literatura BDSM Cincuenta sombras más oscuras | Page 245
cuello.
Él baja la nariz por mi garganta, y noto que sonríe.
—Soy todas esas cosas, señorita Steele. Me asombra que me soporte. —Me
mordisquea el lóbulo y yo gimo—. ¿Es siempre así? —suspira.
—No tengo ni idea.
—Yo tampoco.
Tira del cinturón de mi bata, la abre, y desliza una mano que me acaricia el
cuerpo, los senos. Mis pezones se endurecen con sus tiernas caricias y se yerguen bajo
el satén. Él sigue bajando hacia la cintura, hasta la cadera.
—Es muy agradable tocarte bajo esta tela, y se trasluce todo, incluso esto.
Tira suavemente de mi vello público y me provoca un gemido, mientras con
la otra mano me agarra el pelo de la nuca. Me echa la cabeza hacia atrás y me besa con
una lengua anhelante, despiadada, hambrienta. Yo respondo con un quejido y acaricio
ese rostro tan querido. Con una mano tira hacia arriba de mi camisón, con delicadeza,
despacio, seductor. Me acaricia el trasero desnudo y luego baja el pulgar hasta el
interior del muslo.
De repente se levanta, sobresaltándome. Me coloca sobre el piano con los
pies apoyados en las teclas, que emiten notas discordantes e inconexas, mientras sus
manos suben por mis piernas y me separan las rodillas. Me sujeta las manos.
—Túmbate —ordena, sin soltarme las manos mientras yo me recuesto sobre
el piano.
Noto en la espalda la tapa dura y rígida. Me libera las manos y me separa
mucho las piernas. Mis pies bailan sobre las teclas, sobre las notas más graves y
agudas.
Ay, Dios. Sé qué va a hacer, y la expectativa… Cuando me besa el interior
de la rodilla gimo con fuerza. Luego me mordisquea mientras sube por la pierna hasta
el muslo. Aparta la suave tela de satén del camisón, que se desliza hacia arriba sobre
mi piel electrizada. Yo flexiono los pies y vuelven a sonar los acordes discordantes.
Cierro los ojos y, cuando su mano alcanza el vértice de mis muslos, me rindo a él.
Me besa… ahí… Oh, Dios… ahora sopla ligeramente antes de trazar
círculos con la lengua en mi clítoris. Empuja para separarme más las piernas, y yo me
siento tan abierta… tan vulnerable. Me coloca bien, apoya las manos encima de mis
rodillas, y su lengua sigue torturándome, sin cuartel, sin descanso… sin piedad. Yo
alzo las caderas para unirme y acompasarme a su ritmo.
—Oh, Christian, por favor —gimo.
—Ah, no, nena, todavía no —dice con un deje burlón, pero noto que me
acelero al ritmo de él, y entonces se detiene.
—No —gimoteo.
—Esta es mi venganza, Ana —gruñe suavemente—. Si discutes conmigo,
encontraré el modo de desquitarme con tu cuerpo.