Literatura BDSM Cincuenta sombras más oscuras | Page 243

acerco a la barandilla de vidrio. Su transparencia me pone nerviosa. Está muy alto, y el aire es fresco, frío. Contemplo las luces de Seattle centelleando allá fuera. Christian está tan lejos de todo, aquí arriba en su fortaleza. No tiene que rendir cuentas ante nadie. Acababa de decirme que me quería, y entonces vuelve a interponerse toda esa porquería por culpa de esa espantosa mujer. Pongo los ojos en blanco. Su vida es muy complicada. Él es muy complicado. Respiro hondo, echo un último vistazo a la ciudad que se extiende a mis pies como un manto dorado, y decido telefonear a Ray. Hace tiempo que no hablo con él. Tenemos una conversación breve, como de costumbre, pero me cuenta que está bien y que estoy interrumpiendo un partido de fútbol importante. —Espero que vaya todo bien con Christian —dice con naturalidad, y sé que su intención es obtener información, pero que en realidad no lo quiere saber. —Sí. Estamos muy bien. Más o menos, y me voy a vivir con él. Aunque no hemos concretado fechas. —Te quiero, papá. —Yo también te quiero, Annie. Cuelgo y miro el reloj. Solo son las diez. Estoy inquieta y tensa. Me doy una ducha rápida y, cuando vuelvo a la habitación, decido ponerme uno de los camisones de Neiman Marcus que me envió Caroline Acton. Christian siempre se queja de mis camisetas. Hay tres. Escojo el rosa pálido y me lo pongo por la cabeza. La tela se desliza por mi piel, acariciándome y ciñéndose mientras me cubre el cuerpo. Es de un satén finísimo y buenísimo, que transmite una sensación de lujo. ¡Uau! Me miro en el espejo y parezco una estrella de cine de los años treinta. Es largo y elegante… y tan impropio de mí. Cojo la bata a juego y decido ir a buscar un libro a la biblioteca. Puedo leer con mi iPad, pero en este momento me apetece la comodidad y la solidez física de un libro. Dejaré tranquilo a Christian. Quizá recupere el buen humor cuando haya terminado de trabajar. En la biblioteca de Christian hay una cantidad ingente de libros. Tardaría una eternidad en revisarlos título por título. Le echo un vistazo a la mesa de billar y, al recordar la noche anterior, me ruborizo. Sonrío al ver que la regla sigue en el suelo. La recojo y me golpeo en la mano. ¡Ay! Escuece. ¿Por qué no puedo aceptar un poco más de dolor por mi hombre? Dejo la regla sobre la mesa con cierto abatimiento y sigo buscando un buen libro para leer. La mayoría son primeras ediciones. ¿Cómo puede haber reunido una colección como esta en tan poco tiempo? Quizá el trabajo de Taylor incluya la adquisición de libros. Me decido por Rebecca, de Daphne du Maurier. Lo leí hace mucho tiempo. Sonrío, me acurruco en una de las mullidas butacas y leo la primera frase: