Literatura BDSM Cincuenta sombras más oscuras | Page 232

pegadas, y siento mi cuerpo como de gelatina, débil, pero gratificado y saciado por el orgasmo. —Oh, Ana —susurra—. Te necesito tanto. Me besa la frente. —Y yo a ti, Christian. Me suelta, me alisa la falda y me abrocha los dos botones del escote de la blusa. Luego marca una combinación numérica en el panel y vuelve a poner en marcha el ascensor, que arranca bruscamente y me lanza a sus brazos. —Taylor debe de estar preguntándose dónde estamos —dice sonriendo con malicia. Oh, no… Me paso los dedos por el pelo alborotado en un vano intento de disimular la evidencia de nuestro encuentro sexual, pero enseguida desisto y me hago una coleta. —Ya estás bien —dice Christian con una mueca de ironía, mientras se sube la cremallera del pantalón y se mete el condón en el bolsillo. Y una vez más vuelve a ser la imagen personificada del emprendedor americano, aunque en su caso la diferencia es mínima, porque su pelo casi siempre tiene ese aspecto alborotado. Ahora sonríe relajado y sus ojos tienen un encantador brillo juvenil. ¿Todos los hombres se apaciguan tan fácilmente? Se abre la puerta, y Taylor está allí esperando. —Un problema con el ascensor —musita Christian cuando salimos. Yo soy incapaz de mirar a la cara a ninguno de los dos, y cruzo a toda prisa la puerta doble del dormitorio de Christian en busca de una muda de ropa interior. *** Cuando vuelvo, Christian se ha quitado la chaqueta y está sentado en la barra del desayuno charlando con la señora Jones. Ella sonríe afable y dispone dos platos de comida caliente para nosotros. Mmm, huele muy bien: coq au vin, si no me equivoco. Estoy hambrienta. —Espero que les guste, señor Grey, Ana —dice, y se retira. Christian saca una botella de vino blanco de la nevera, y nos sentamos a cenar. Me cuenta lo cerca que está de perfeccionar un teléfono móvil con energía solar. Está animado y emocionado con el proyecto, y entonces sé que su día no ha ido tan mal del todo. Le pregunto por sus propiedades. Sonríe irónico, y resulta que solo tiene apartamentos en Nueva York, en Aspen, y el del Escala. Nada más. Cuando terminamos, recojo su plato y el mío y los llevo al fregadero. —Deja eso. Gail lo hará —dice. Me doy la vuelta y le miro, y él me responde fijando sus ojos en mí. ¿Llegaré a acostumbrarme a que alguien limpie lo que voy dejando por ahí? —Bien, ahora que ya está más dócil, señorita Steele, ¿hablaremos sobre lo