Literatura BDSM Cincuenta sombras más oscuras | Page 158
—¿No es evidente? —pregunta.
—Para mí no.
—Yo estaba descontrolado. No podía soportar que nadie me tocara. Y sigo
igual. Y pasé una etapa difícil en la adolescencia, cuando tenía catorce o quince años y
las hormonas revolucionadas. Ella me enseñó una forma de liberar la presión.
Oh.
—Mia me dijo que eras un camorrista.
—Dios, ¿por qué ha de ser tan charlatana mi familia? Aunque la culpa es
tuya. —Estamos parados ante otro semáforo y me mira con los ojos entornados—. Tú
engatusas a la gente para sacarle información.
Menea la cabeza fingiendo disgusto.
—Mia me lo contó sin que le dijera nada. De hecho, se mostró bastante
comunicativa. Estaba preocupada porque provocaras una pelea si no me conseguías en
la subasta —apunto indignada.
—Ah, nena, de eso no había el menor peligro. No permitiría que nadie
bailara contigo.
—Se lo permitiste al doctor Flynn.
—Él siempre es la excepción que confirma la regla.
Christian toma el impresionante y frondoso camino de entrada que lleva al
hotel Fairmont Olympic, y se detiene cerca de la puerta principal, junto a una
pintoresca fuente de piedra.
—Vamos.
Baja del coche y saca el equipaje. Un mozo acude corriendo, con cara de
sorpresa, sin duda por la hora tan tardía de nuestra llegada. Christian le lanza las
llaves del coche.
—A nombre de Taylor —dice.
El mozo asiente y no puede reprimir su alegría cuando se sube al R8 y
arranca. Christian me da la mano y se dirige al vestíbulo.
Mientras estoy a su lado en la recepción del hotel, me siento totalmente
ridícula. Ahí estoy yo, en el hotel más prestigioso de Seattle, vestida con una chaqueta
tejana que me queda grande, unos enormes pantalones de deporte y una camiseta vieja,
al lado de este hermoso y elegante dios griego. No me extraña que la recepcionista nos
mire a uno y a otro como si la suma no cuadrara. Naturalmente, Christian la intimida.
Se ruboriza y tartamudea, y yo pongo los ojos en blanco. Madre mía, si hasta le
tiemblan las manos…
—¿Necesita… que le ayuden… con las maletas, señor Taylor? —pregunta,
y vuelve a ponerse colorada.
—No, ya las llevaremos la señora Taylor y yo.
¡Señora Taylor! Pero si ni siquiera llevo anillo… Pongo las manos detrás
de la espalda.