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muchas horas de noche y de día mirando al cielo, y sé cómo está gobernada toda esa máquina...
La tierra está abajo, toda llena de islitas grandes y chicas. El sol sale por allá y se esconde por allí.
Es el palacio de Dios.
-¡Qué tonta!
-¿Y por qué no ha de ser así? ¡Ay! Tú no has visto el cielo en un día claro: hijito, parece que
llueven bendiciones... Yo no creo que pueda haber malos, no, no los puede haber, si vuelven la
cara hacia arriba y ven aquel ojazo que nos está mirando.
-Tu religiosidad, querida Nelilla, está llena de supersticiones. Yo te enseñaré ideas mejores.
Marianela
-No me han enseñado nada -dijo María con inocencia- pero yo, cavila que cavilarás, he ido
sacando de mi cabeza muchas cosas que me consuelan, y así cuando me ocurre una buena idea,
digo: «esto debe de ser así, y no de otra manera». Por las noches, cuando me voy sola a mi casa,
voy pensando en lo que será de nosotros cuando nos muramos, y en lo mucho que nos quiere a
todos la Virgen Santísima.
-Nuestra madre amorosa.
-¡Nuestra madre querida! Yo miro al cielo y la siento encima de mí como cuando nos
acercamos a una persona y sentimos el calorcillo de su respiración. Ella nos mira de noche y de
día por medio de... no te rías... por medio de todas las cosas hermosas que hay en el mundo.
-¿Y esas cosas hermosas...?
-Son sus ojos, tonto. Bien lo comprenderías si tuvieras los tuyos. Quien no ha visto una nube
blanca, un árbol, una flor, el agua corriendo, un niño, el rocío, un corderito, la luna paseándose
tan maja por los cielos, y las estrellas, que son las miradas de los buenos que se han muerto...
-Mal podrán ir allá arriba si se quedan debajo de tierra echando flores.
-¡Miren el sabihondo! Abajo se están mientras se van limpiando de pecados; que después
suben volando arriba. La Virgen les espera. Sí, créelo, tonto. Las estrellas, ¿qué pueden ser sino
las almas de los que ya están salvos? ¿Y no sabes tú que las estrellas bajan? Pues yo, yo misma
las he visto caer así, así, haciendo una raya. Sí, señor, las estrellas bajan cuando tienen que
decirnos alguna cosa.
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-¡Ay, Nela! -exclamó Pablo vivamente-. Tus disparates, con serlo tan grandes, me cautivan y
embelesan, porque revelan el candor de tu alma y la fuerza de tu fantasía. Todos esos errores
responden a una disposición muy grande para conocer la verdad, a una poderosa facultad tuya,
que sería primorosa si estuvieras auxiliada por la razón y la educación... Es preciso que tú
adquieras un don precioso de que yo estoy privado; es preciso que aprendas a leer.
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