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con fuego sus secretas criaturas. Soneto LXXXIV Una vez más, amor, la red del día extingue trabajos, ruedas, fuegos, estertores, adioses, y a la noche entregamos el trigo vacilante que el mediodía obtuvo de la luz y la tierra. Sólo la luna en medio de su página pura sostiene las columnas del estuario del cielo, la habitación adopta la lentitud del oro y van y van tus manos preparando la noche. Oh amor, oh noche, oh cúpula cerrada por un río de impenetrables aguas en la sombra del cielo que destaca y sumerge sus uvas tempestuosas, hasta que sólo somos un solo espacio oscuro, una copa en que cae la ceniza celeste, una gota en el pulso de un lento y largo río. Soneto LXXXV Del mar hacia las calles corre la vaga niebla como el vapor de un buey enterrado en el frío, y largas lenguas de agua se acumulan cubriendo el mes que a nuestras vidas prometió ser celeste. Adelantado otoño, panal silbante de hojas, cuando sobre los pueblos palpita tu estandarte cantan mujeres locas despidiendo a los ríos, los caballos relinchan hacia la Patagonia. Hay una enredadera vespertina en tu rostro que crece silenciosa por el amor llevada hasta las herraduras crepitantes del cielo. Me inclino sobre el fuego de tu cuerpo nocturno y no sólo tus senos amo sino el otoño que esparce por la niebla su sangre ultramarina. Soneto LXXXVI Oh Cruz del Sur, oh trébol de fósforo fragante, con cuatro besos hoy penetró tu hermosura y atravesó la sombra y mi sombrero: la luna iba redonda por el frío. Entonces con mi amor, con mi amada, oh diamantes de escarcha azul, serenidad del cielo, espejo, apareciste y se llenó la noche con tus cuatro bodegas temblorosas de vino. Oh palpitante plata de pez pulido y puro,