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Alguien sabrá tal vez que no tejí coronas sangrientas, que combatí la burla, y que en verdad llené la pleamar de mi alma. Yo pagué la vileza con palomas. Yo no tengo jamás porque distinto fui, soy, seré. Y en nombre de mi cambiante amor proclamo la pureza. La muerte es sólo piedra del olvido. Te amo, beso en tu boca la alegría. Traigamos leña. Haremos fuego en la montaña. Soneto LXXIX De noche, amada, amarra tu corazón al mío y que ellos en el sueño derroten las tinieblas como un doble tambor combatiendo en el bosque contra el espeso muro de las hojas mojadas. Nocturna travesía, brasa negra del sueño interceptando el hilo de las uvas terrestres con la puntualidad de un tren descabellado que sombra y piedras frías sin cesar arrastrara. Por eso, amor, amárrame el movimiento puro, a la tenacidad que en tu pecho golpea con las alas de un cisne sumergido, para que a las preguntas estrelladas del cielo responda nuestro sueño con una sola llave, con una sola puerta cerrada por la sombra. Soneto LXXX De viajes y dolores yo regresé, amor mío, a tu voz, a tu mano volando en la guitarra, al fuego que interrumpe con besos el otoño, a la circulación de la noche en el cielo. Para todos los hombres pido pan y reinado, pido tierra para el labrador sin ventura, que nadie espere tregua de mi sangre o mi canto. Pero a tu amor no puedo renunciar sin morirme. Por eso toca el vals de la serena luna, la barcarola en el agua de la guitarra hasta que se doblegue mi cabeza soñando: que todos los desvelos de mi vida tejieron esta enramada en donde tu mano vive y vuela custodiando la noche del viajero dormido. Soneto LXXXI