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Soneto LXXIII Recordarás tal vez aquel hombre afilado que de la oscuridad salió como un cuchillo y antes de que supiéramos, sabía: vio el humo y decidió que venía del fuego. La pálida mujer de cabellera negra surgió como un pescado del abismo y entre los dos alzaron en contra del amor una máquina armada de dientes numerosos. Hombre y mujer talaron montañas y jardines, bajaron a los ríos, treparon por los muros, subieron por los montes su atroz artillería. El amor supo entonces que se llamaba amor. Y cuando levanté mis ojos a tu nombre tu corazón de pronto dispuso mi camino. Soneto LXXIV El camino mojado por el agua de Agosto brilla como si fuera cortado en plena luna, en plena claridad de la manzana, en mitad de la fruta del otoño. Neblina, espacio o cielo, la vaga red del día crece con fríos sueños, sonidos y pescados, el vapor de las islas combate la comarca, palpita el mar sobre la luz de Chile. Todo se reconcentra como el metal, se esconden las hojas, el invierno enmascara su estirpe y sólo ciegos somos, sin cesar, solamente. Solamente sujetos al cauce sigiloso del movimiento, adiós, del viaje, del camino: adiós, caen las lágrimas de la naturaleza. Soneto LXXV Ésta es la casa, el mar y la bandera. Errábamos por otros largos muros. No hallábamos la puerta ni el sonido desde la ausencia, como desde muertos. Y al fin la casa abre su silencio, entramos a pisar el abandono, las ratas muertas, el adiós vacío, el agua que lloró en las cañerías. Lloró, lloró la casa noche y día,