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por uno de los rayos de tu vida y a media selva me detiene el agua: la lluvia que se cae con su cielo. Entonces toco el corazón llovido: allí sé que tus ojos penetraron por la región extensa de mi duelo y un susurro de sombra surge solo: Quién es? Quién es? Pero no tuvo nombre la hoja o el agua oscura que palpita a media selva, sorda, en el camino, y así, amor mío, supe que fui herido y nadie hablaba allí sino la sombra, la noche errante, el beso de la lluvia.
Soneto LXXI
De pena en pena cruza sus islas el amor y establece raíces que luego riega el llanto, y nadie puede, nadie puede evadir los pasos del corazón que corre callado y carnicero. Así tú y yo buscamos un hueco, otro planeta en donde no tocara la sal tu cabellera, en donde no crecieran dolores por mi culpa, en donde viva el pan sin agonía. Un planeta enredado por distancia y follajes, un páramo, una piedra cruel y deshabitada, con nuestras propias manos hacer un nido duro, queríamos, sin daño ni herida ni palabra, y no fue así el amor, sino una ciudad loca donde la gente palidece en los balcones.
Soneto LXXII
Amor mío, el invierno regresa a sus cuarteles, establece la tierra sus dones amarillos y pasamos la mano sobre un país remoto, sobre la cabellera de la geografía. Irnos! Hoy! Adelante, ruedas, naves, campanas, aviones acerados por el diurno infinito hacia el olor nupcial del archipiélago, por longitudinales harinas de usufructo! Vamos, levántate, y endiadémate y sube y baja y corre y trina con el aire y conmigo vámonos a los trenes de Arabia o Tocopilla, sin más que trasmigrar hacia el polen lejano, a pueblos lancinantes de harapos y gardenias gobernados por pobres monarcas sin zapatos.