EL IMPERIO INCAICO
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rece el sol, rojizo y turbio, a manera de un dios irritado.
En aquella tórrida penumbra, la Naturaleza trabaja con
igual hervor de monstruosa fecundidad que en las remotas
edades geológicas.
La Montaña peruana es en todo un mundo aparte, un
Perú nuevo e indefinido, y las tribus de aborígenes que en
ella vagan y que han permanecido siempre en la más com-
pleta barbarie, son etnográficamente muy distintas de las
razas que en la Costa y en la Sierra produjeron las civi-
lizaciones prehispánicas. Los hechos que el eminente ar-
queólogo Max Uhle y el Dr. Julio C. Tello han aducido
para probar las relaciones de cultura entre los indios ama-
zónicos y los restantes del Perú, son pocos y de muy débil
significación. Solamente los Uros del Collao, entre el Perú
y Bolivia, -vestigios de autóctonos o de vetustísimas
inmigraciones-, y las extinguidos Puquinas, presentan
por sus idiomas, en las mesetas de los Andes, señales de
cercana afinidad con las familias lingüísticas de los Cari-
bes y Arahuancos y de los Tupis y Guaraníes, a que co-
rresponden los salvajes de las montañas peruana y bolivia-
na. A familia muy diversa pertenecen el quechua y el ar-
mara, las dos grandes lenguas de la Sierra; y a otra dife-
rente la de los Yungas de la Costa.
El limeño Dr. Pedro Patrón emitió hace veinte años
la hipótesis de que el quechua y el armara, las demás
ienguas peruanas y aun todas las americanas se derivaban
de la súmera en Caldea. A pesar del gran aparato erudito
de las ingeniosas consideraciones con que expuso Pa-
trón sus doctrinas, están muy desacreditadas en el mis-
mo Perú, quizá con exceso. Después de su muerte, se
le equipara, con injusticia, al argentino D. Vicente Fidel
López, el sostenedor de la filiación aria de los idiomas an-