EL IMPERIO INCAICO
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van alguna generosidad de alma. Pero el conocimiento de
los males que ha heredado la mayoría de la resolución
de contrarrestar esa porción fatal de la herencia, no debe
llevarnos a la injusticia de desconocer lo favorable y pro-
vechoso en la tradición incaica. La posición de todo pe-
ruano sensato ha de ser equidistante del indigenismo ex-
clusivo y ciego y del europeismo anti-incaico. Nacionalis-
tas, tradicionales, restauradores, los Incas escucharon y
obedecieron el mandato de unidad que parece bajar de
los Andes, a pesar de los eternos obstáculos físicos y la
no menos perpetua diversidad de razas de este país. Ven-
ciendo la lentitud y la pusilanimidad de los hombres, cons-
truyeron un grande imperio cuyos vestigios todavía nos
asombran y estimulan. No rigieron al pueblo con riendas
de seda, según tan equivocadamente cantó Olmedo, poeta
eximio y pensador endeble. No fue su yugo la sedosa
cinta celeste del dieciochesco Florián, sino una cadena de
bronce, poderosa y recia, con frecuencia manchada de
sangre y de sudor. Pero con ese vínculo duro y macizo
consolidaron cosas nobles y grandes. Por ellos nació la
patria peruana. La Conquista española, con todos sus in-
negables beneficios e insuperables excelencias, nos sumó
a un mayor imperio, civilizado, cristiano y universal; pero
nos convirtió en provincia y en colonia, con la inferioridad
y dependencia consecuentes. El paralelo con la República
es mucho más aflictivo. Se palpan su incoherencia, debi-
lidad y pequeñez parangonándola con el glorioso imperio
bárbaro. De tal modo la organización de los Incas nos
enseña a la vez lo que debemos evitar o curar y lo que
debemos incitar y proteger. Encierra los escarmientos y
los vicios, los daños y los bienes, los recuerdos y las es-
peranzas, los tropiezos y los ideales. Monumento de la-
boriosidad y paciencia, continuidad y previsión en desig-
nios seculares, no hay en él la improvisación y la alegría,
la señorial franqueza, la osadia hidalga, el pródigo arran-