EL IMPERIO INCAICO
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se juzgaban excedentes, o también las que el mismo Inca
había expropiado a título de vencedor sobre los curacas
y súbditos vencidos o insurrectos. Por eso cuentan los
tratadistas españoles que al tiempo de la Conquista cas-
tellana, las reclamaban sus antiguos dueños particulares,
recordando con precisión en algunas provincias a quienes
habían pertenecido antes de ser incautadas por el gobierno
incaico. Casi tan extensas como las propiedades del Inca
eran las de la religión, principiando por las del Sol y
Huiracocha, y terminando con las de los oráculos y hua-
cas locales. Había pueblos, como Arapa, al sur de Azán-
garo, que con todo su distrito pertenecían a ciertos tem-
plos y sacerdotes, bien sea por el carácter religioso que
predominaba en las riberas del Titijaja, bien por confisca-
ción que castigó las porfiadas rebeldías del Collao. Así
que no sin razón pudieron los españoles reconocer en la
división territorial incaica la que estaban habituados a ver
en Castilla: tierras concejiles, que eran las distribuídas
en los ayllos; de realengo, que eran las del Inca, y de
abadengo, que venían a ser las de las huacas. Ni falta-
ban tampoco las de señorío o solariegas con las porciones
que hemos explicado apartarse para los curacas, y con
las donaciones que el Inca hacía a orejones, curacas y
hasta meros particulares y esclavos o yanaconas. Estas
donaciones de tierras, a las que de ordinario se añadían
mujeres y siervos, resultan análogas a las mandaciones de
la remota Edad Media española. Como ellas, no solían ser
hereditarias i pero hubo casos, según muchos testimonios,
en que pasaban a los herederos sin dividirse por cabezas,
pues quedaban como propiedad o encomienda de linaje
el cuidado del hijo o pariente mayor, quien distribuía los
frutos por estirpes. Así, como dicen algunos cronistas, fue-
ron a manera de mayorazgos, aunque naturalmente revo-
cables a voluntad del Inca. De las minas y los cocales,
que por regla general estaban incluídos en el directo pa-