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JosÉ
DE LA RIVA-AGÜERO
bable, con el carácter del gobierno, que se infringiera a
menudo tal prohibición y que los monarcas vivos fueran
también ensalzados. Cuando el soberano moría, se some-
tía su reinado a una especie de juicio póstumo, semejante
al faraónico. Predominaba de seguro en el fallo la influen-
cia del sucesor, que a veces fué hijo descontento o herma-
no rebelde, y en alguna ocasión, como Inca Roca, cabeza
de una nueva dinastía y de una tribu rival. Cuando el
juicio era desfavorable, se condenaban a preterición o a
rebaja de alabanzas las hazañas del difunto. A más de
estas calidades, tan desfavorables a la exactitud, tenían que
alterarse los cantares históricos, que por la discrepancia
de los cronistas españoles aparecen contradictorios, por
las mismas razones generales que en la imaginación po-
pular favorecen la alteración de las leyendas y la transfe-
rencia de los hechos vetustos a los personajes recientes,
más vivos en el recuerdo de poetas y oyentes. Lo que
ocurrió en Caldea con Sargón, que ha acumulado en sí
las proezas de sus antecesores, lo que en la Edad Media
hizo que Carlomagno y Federico Barbarroja, Brunequilda
y el Rey Arturo se beneficiaran de las previas gestas de las
tradiciones arcaicas, determinó también en el Perú la con-
fusión o identificación entre los reinados de Inca Huira-
cocha e Inca Pachacútej, la duplicación de las mismas con-
quistas atribuidas a sucesivos monarcas, la repetición por
ejemplo en el cantar de Huayna Cápac de muchas de las
campañas de su padre Túpaj Yupánqui. Como los Incas,
especialmente los últimos, visitaban de continuo sus terri-
torios, resolviendo s los conflictos de jurisdicción, apasi-
guando los desórdenes y redondeando las conquistas in-
completas y asentando las anteriores, los lisonjeros quipo-
camayos declaraban que los reyes últimos habían some-
tido a los curacas que no hacían sino confirmar en su va-
sallaje, y que habían agregado al imperio los territorios ya
antiguos que se limitaban a recorrer y vigilar.