EL IMPERIO INCAICO
253
cierta ironía, por esta comparación. Dejemos de lado
matices estético Sí, y atendamos a lo esencial. Garcilaso,
que es tan superior en forma y talento a los demás analis--
tas indígenas (verbigracia a Santa Cruz Pachacuti y Hua-
man Poma), como es Herodoto a los Iogógrafos, obtiene
en su veracidad la misma rehabilitación relativa y consi-
derable que Herodoto ha logrado con la descifración de
las antigüedades egipcia y oriental, cuyas leyendas relató
de buena fe. Pero las rectificaciones a nuestro paisano
carecen de la exactitud ceñida y absoluta que permiten en
la antigua historia del Oriente los revelados jeroglíficos.
Entre nosotros, o no los hubo, o son escasísimos y hasta
ahora indescifrables. Nos hallamos reducidos al testimo-
nio muy indirecto de las pinturas que vió Ondegardo y a
que el Padre Acosta se refiere; y a la comparación y
expurgación de las leyendas discordantes, traídas por tan
dispares cronistas. Los quipus apuntaban fechas, esta-
dísticas y relatos muy someros; pero las narraciones his-
tóricas extensas constaban en cantares a modo de roman-
ces o epas; y los poetas o compositores solían ser los
mismos quipocamayos o colegas de ellos. La historia así
tenía que ser enfática, hiperbólica, fantaseada. A esta exi-
gencia de los tiempos primitivos, en que es ley constante que
la memorias nacionales se expresan en cantos populares o
litúrgicos, venía a sumarse en el Perú otra más grave de-
formación: eran cantos oficiales, sometidos a la censura
de un régimen despótico, propenso como el que más a la
adulación para con los monarcas recientes, y a la falsifi-
cación o el olvido para con los remotos. Era costumbre
obligatoria que cada Inca reinante tuviera, en su corte y
aun en las capitales de las mayores provincias, quipoca-
mayos y poetas o harahuis, que conservaran el recuerdo
de sus hechos y los publicaran, después de su muerte, en las
mayores festividades. Se entendía prohibido que el Inca se
enterara de lo que sobre él componían; pero es muy pro-