EL IMPERIO INCAICO
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cia rehusarla, porque no apareclO su momia. Como el
Licenciado Polo de Ondegardo tampoco halIó la de Yá-
huar Huájaj, y los indios, con verdad o por cautela, ne-
garon que se hubiera descubierto la de Lloque Yupanqui,
tendremos en virtud de tan fútil razonamiento que desco-
nocer la efectividad de estos dos soberanos, comprobada
por tantos otros testimonios. Ni es menos endeble el ar-
gumento que alega Latcham, consistente en el apelativo de
Ayar, que aquí acepta que signifique difunto. Dice que,
si existieron los jefes de las tribus o clanes, hubieron de
morir antes de establecerse en el Cuzco, ya que al1í se
les calificó de falIecidos. De donde se derivaría con tan
buena lógica que ningún muerto vivió jamás en el mismo
lugar en que tal se le declara. Latcham deshace todavía
más tan singular razón con la etimología que asigna al
nombre incaico de Mayta, propio del cuarto soberano y
de muchísimos orejones en todos los tiempos del imperio,
pues 10 deduce de bulto o imagen; y así, razonando en
estricta analogía, habría que declarar imaginarios a todos
los Maytas. Es un extremo chistoso de la extraviada y
dogmática hipercrítica que infestó y asoló la historia a fines
del siglo pasado y a principios del presente. No es tampoco
argumento contra la efectividad de los Ayares, que se les
simbolizara en piedras sagradas, como las pururaucas, por-
que recordar y representar finados por monumentos de pie-
dra, es uso constante desde las primeras culturas neolíticas
(dólmenes y menhires), hasta los mausoleos contemporá-
neos, sin que esto arguya la irrealidad del personaje reme-
morado; y porque la creencia en la conversión de hombres
en piedras y viceversa, es superstición totémica muy ex-
tendida, verbigracia las churingas australianos y los uSQ~
de los laches en Nueva Granada. Según Avendaño, todos
los pueblos del Tahuantinsuyu conservaban el recuerdo y
el culto local de su fundador, al que calificaban de mar-
cálloj. ¿Porqué habrá que establecer una monstruosa ex-