EL IMPERIO INCAICO
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parece más seguro contra las aserciones de Ameghino, que
el hombre no es originario de América; que el Nuevo Con-
tinente merece su apelativo en todas las acepciones, y que
la mayor porción de los pobladores debió de inmigrar por
el lado noroeste.
Más esa novedad del Continente Americano es muy
relativa, por cierto; pues la ignorancia del hierro, de la
rueda y del torno, y la imperfección o incipiencia de la pic-
tografía o escritura ideográfica, hasta en sus más avanzadas
culturas, prueba cumplidamente que al tiempo que los
protomongoles, u hordas colaterales de ellos, invadieron
América, todavía no alboreaban las primordiales civiliza-
ciones del Asia. Aquella lejanísima inmigración, cuyos ras-
tros étnicos se descubren ahora, -y que ya hubo de ha-
liar en el suelo americano otras tribus establecidas ante-
riormente y procedentes de distintas razas (como el caso
de la llamada [agoa Santa), con las cuales se mezclaron los
invasores, - debió de ocurrir en las primeras edades de
la Pre-historia, cuando estaban los dos hemisferios unidos
por tierras después sumergidas. De la América del Norte,
los mongoloides hubieron de pasar a la del Sur por el gran
istmo de entonces, de anchura mucho mayor que el actual
de Panamá, quizá en el mismo período en que· penetraron
a la América meridional los animales de la fauna exótica,
como los antecesores del género auchenia (llama y vicuña)
y el caballo salvaje fósil.
De lo apuntado puede colegirse la prodigiosa antigüe-
dad del hombre en América, poco menor que la del euro-
peo. Después de la remotísima invasión mongólica, de época
plenamente histórica, no hay huellas ciertas de ninguna
otra comunicación con el Asia; y está rebatida en defini-
tiva la tesis de Eichtal, Hipólito de Parevey y De Guignes,
que identificaban a América con el Fu- Sang de los geógra-
fos chinos. Los notables semejanzas que se observan entre
los grandes imperios asiáticos y los dos o tres americanos