Libre Fantasía Marzo 2017 | Page 24

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Operd dedujo que se trataba de algo importante, pero, como no logró abrirlo, se centró en disfrutar de lo que sí estaba a su alcance. Por un momento, el orco estuvo satisfecho de su conquista, se sumergió en el río de perlas y bebió del exquisito vino de las bodegas.

Sin embargo, la alegría le duró poco. Al rato de haber estado divirtiéndose con su hermoso hallazgo, un miedo insoportable y muchas dudas se apoderaron de él. Si había matado al dragón, ¿qué le hacía pensar que nadie lo perseguiría a él para apoderarse de su nueva adquisición? Además, si iba y venía constantemente, los demás se preguntarían dónde y era posible que lo siguieran. Estuvo dándole vueltas en la cabeza hasta que logró dormir, aunque mal, pues en sus horribles pesadillas le arrebataban sus riquezas y le destruían el santuario. Así que Operd tomó una decisión: dejaría de vivir en las cuevas subterráneas con los demás orcos y se refugiaría en la montaña. Taparía con rocas todos los agujeros de la caverna de la luz, y así nadie descubriría su secreto.

Al amanecer del día siguiente, sin despedirse de nadie, simplemente llevó a cabo su exilio voluntario. Tardó unos meses en tapar todos los agujeros; al final, la caverna de la luz era más bien la de la oscuridad. El único que no alcanzaba era una cavidad al final de la cueva, justo encima del libro dorado sobre el atril con rubís engastados. Para cerrarla se necesitaba una roca grande y hacerlo desde fuera, pero llegar hasta ella era casi imposible, pues había unos riscos muy empinados y todo desembocaba en un gran acantilado. Operd decidió que nadie podría alcanzar aquel punto sin pasar ante él, para lo cual ya había preparado varias trampas, así que quedó satisfecho con su labor. La cueva estaba asegurada. Miró a su alrededor y pudo comprobar que no se colaba ni un solo rayo de luz, excepto por la parte de detrás. De modo que transportó todo el oro y las joyas a un rincón oscuro y colocó una piedra que separaría la cueva por dentro. Así, si a alguien se le ocurría mirar por el agujero que no había conseguido tapar, lo único que vería sería el libro, y el tesoro quedó en penumbra.

Pero la alegría no volvió a Operd, que seguía asustado, con su habitual mal humor y refunfuñando por todo. Al vivir en la oscuridad, se tropezaba a menudo con los objetos y maldecía a cada rato echando sapos y culebras por doquier cuando esto le pasaba. Todo lo bonita que había sido la caverna de la luz cuando la había encontrado lo era ahora de oscura, fría y maloliente. Operd mascullaba y rabiaba.