Libre Fantasía Marzo 2017 | Page 23

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Largos años le tomaría, primero, encontrar la cueva en la que escondía su fortuna, y otros tantos necesitaría para cazarlo y apoderarse de ella. No quería compartir con nadie su descubrimiento, sino que toda aquella riqueza fuera únicamente para él. Por ello tardó aún más en lograr su objetivo. Los demás creyeron que había enloquecido y ni le dirigían la palabra a aquel orco que únicamente hablaba entre dientes y ocupaba un día sí y otro también en diseñar su plan.

Tras largos años de duro trabajo, por fin consiguió matar a la bestia. Fue una lucha justa, pero muy encarnizada, que le valió una feísima herida negra en el costado en forma de tres garras de dragón. Operd se adueñó al fin de lo que tanto tiempo había perseguido: un tesoro oculto en una cueva en lo alto de una montaña, como suelen estar los tesoros de los dragones dorados. La cima era totalmente luminosa, pero estaba envuelta en una neblina que impedía verla. Por esta razón, nadie la había descubierto y la riqueza permanecía resguardada en la caverna de la luz.

Al entrar a ver su premio tras haber matado al dragón, Operd quedó cegado por la luz y la grandiosidad del lugar. Dentro de la caverna, incontables monedas de oro tapizaban el suelo; los brillantes, de tamaños inimaginables, hasta podían servir de asiento; de un árbol colgaban frutos de piedras preciosas; un río fluía repleto de perlas, y una cascada caía llena de zafiros. Había también arcas llenas de joyas dignas de un emperador, cofres con todo tipo de objetos de uso diario, muebles de oro y barriles rebosantes de vino y cerveza de excelente calidad. Por último, al final de la cueva, sobre un atril dorado con rubíes y jade engastados, un libro cerrado, bastante grande, estaba encuadernado en oro.