—No quiero molestarte, estoy aquí porque tú me has abierto. Vuelve a cerrarme y mi voz desaparecerá.
Al darse cuenta de que un libro no le podía quitar nada, Operd bajó un poco el agresivo tono de su voz:
—No, espera, estoy muy solo y bien me vendría hablar con alguien.
—Bien, si eso es lo que deseas, hablemos.
—En verdad, no quiero ser desdichado. Es sólo que he tenido mala suerte —se justificó Operd.
—La suerte no existe; tú mismo determinas la tuya.
—¿Cómo puedes decir eso? —replicó indignado el orco—. La suerte ha marcado mi vida. Mi madre era mortal, y mi padre, un elfo. Su amor estaba prohibido, pero aun así me tuvieron a mí. La salud de ella era muy delicada y, aunque él la amaba, pertenecían a mundos separados. Mi madre murió y yo quedé devastado, lo odié todo, me tuve que unir a las sombras porque los elfos no querían entre ellos a un ser tan negativo y odioso, y me abandonaron. Me fui a vivir con los orcos, que son más parecidos a mí, y al principio me sentía bien, porque ellos no me juzgaban. Mi piel se volvió oscura, como la suya, y me acostumbré a la penumbra. Tenía una familia que me aceptaba como era, pero encontré el gran tesoro y tuve que dejarla, para que no me lo robaran. ¿Ves como he tenido mala suerte?
—En realidad, no puedes culpar a nadie de tu situación excepto a ti mismo.
Operd estaba cada vez más enojado.
—¡Libro estúpido, ¿tú qué sabes?!
En un arrebato de ira, lo cerró de un golpe. Sin embargo, pasado un rato, se arrepintió y lo abrió de nuevo.
—Lo siento —se disculpó avergonzado—, es que tengo mal carácter.
—Tú eliges tener mal carácter. Y, por favor, no me pidas perdón. No tengo sentimientos, soy un libro, ni tampoco sensaciones, así que no puedes hacerme daño. Además, he de decirte que, hagas lo que hagas, no puedes destruirme. Puedes ignorarme, si quieres. Pero siempre estaré allí. —La voz del libro era calmada y dulce.
—¿Por qué eres tan engreído?
—Soy un libro, únicamente hablo con la verdad. Si quieres compasión y empatía, tendrás que ir a buscarlas a otro sitio.