Libre Fantasía Abril 2017 | Page 23

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El otro asintió, emitió un débil gruñido y, mirando siempre al frente, reemprendió la marcha. Pronto se perdió entre la espesura del bosque. Greg tuvo que correr para alcanzarlo. Claro que en forma de lobos hubiesen llegado más rápido a su destino, pero los licántropos solo se podían convertir en bestias por la noche. A voluntad, no era necesaria la presencia de la luna llena. El problema es que ellos, para mantenerse con vida, al beber la poción humeante, habían renunciado a su facultad de transformarse en enormes lobos de colmillos y garras como afiladas espadas. De todas formas, conservaban sus sentidos de lobo, su fuerza, su velocidad y agilidad, aunque en menor potencia. Así que ahora tenían sus oídos lobunos atentos a cualquier sonido: el viento, el canto de los pájaros, las ramas crujiendo bajo sus pies. Sus enemigos podrían aparecer en cualquier momento.

―Ya nos falta poco, Aldo. Puedo sentirlo ―comentó Greg, tras un largo rato de silencio incómodo, tratando de seguirle el ritmo.

―Yo también, Gregorio.

―Una vez que bebamos más poción, estaremos a salvo.

―Lo sé ―contestó Aldo y, siempre serio y fastidioso, chequeó su reloj pulsera.

Al verlo, Greg, cerró los ojos y recordó tiempo atrás cuando eran felices y se sentían seguros en la manada. Jamás imaginaron que, tiempo después, los pajarracos encontrarían su escondite. Ese día, Aldo y Greg estaban cazando en el bosque. Ya Aldo tenía varias liebres colgadas sobre sus hombros. Tenía su remera manchada de sangre, parecía un carnicero. Por su parte, Greg cargaba con un ciervo al que sujetaba de las patas.

―Queda poco para que anochezca ―comentó Greg preocupado y miró al cielo haciéndose visera con las manos.

―No seas impaciente. ¡Recién son las cuatro de la tarde! ―agregó Aldo chequeando su reloj.

―Yo no le tengo confianza a esos aparatos humanos.

―Estas cosas nunca se equivocan. Confío más en mi reloj.

―Al menos yo no necesito de esas pilas.

―A veces sí… Y la próxima, yo cargo con el más pesado ―se quejó Aldo, con una ancha sonrisa, al tiempo que le daba un empujón amistoso.

―Mejor, no. No quiero que te quiebres por el peso ―se burló Greg. Es que en la manada, Aldo tenía el sobrenombre de “sable” por lo flaco.