LETRINA
Número 8
Cuando
dije
esto,
supe
que
al
Septiembre 2016
fin
nos
había
alcanzado
la
realidad. Los ojos de Efrén se enrojecieron humedeciéndose. Yo me
puse nervioso al no saber si había empeorado las cosas y al mismo
tiempo mi aflicción por lo que me pasaba me hacía perder el suelo.
Quise
decir
algo,
pero
no
pude.
Comenzó
en
mí
la
sensación
de
abandono y el dolor más grande que he padecido, como si todos los
dolores de mi vida que se habían quedado enterrados, se juntaran y
punzaran en ese instante en un lugar preciso de mi estómago hasta mi
garganta. Después de eso, ya no podría evitar pensar en las mentiras
que me había hecho
sobre mi matrimonio, ni podría aferrarme al
trabajo o a la indiferencia. Efrén se acercó a mí. Escuché cómo su
respiración se agitaba como cuando alguien está teniendo un ataque
de
asma.
Puse
mi
mano
en
su
espalda,
en
un
intento
para
tranquilizarlo, pero al hacer esto él perdió el equilibrio y tuvo
que sentarse en el suelo. Se sujetó al tubo del barandal para no
caer.
Al fin se acabó, dijo susurrando. Se acabó, volvió a repetir por
inercia.
Lo levanté y lo abracé, como se abraza a un niño, a un muñeco de
trapo que no cuenta con fuerza en el cuerpo. El llanto en él se
convirtió en un rancio berreo y mi dolor se detuvo en seco. Me
pareció
haber
hallado
el
modo
de
empezar
a
dejar
atrás
mis
interrogantes. Al fondo del restaurante se escuchaba un gritó de
mariachi. La temperatura de mi rostro aumentó, y sin que pudiera
evitarlo empezaron a salir de manera casi mecánica las lágrimas de
mis ojos. Efrén reaccionó. Recibí mi propio pañuelo que le había
dado cuando salimos y limpié mi rostro con urgencia. Luego todo fue
silencio hasta que el mesero llegó y nos avisó que la cena estaba
lista. Le pregunté a Efrén si quería irse y me respondió que no.
Nos sentamos sin decir una sola palabra y sin movernos frente a la
mejor comida del Perú.
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